El capitalismo robótico salvaje aplicado a la traducción

(Publicada en JCruz Servicios Lingüísticos el 05-11-2021)


El capitalismo robótico salvaje lo invade todo y las máquinas comienzan a reemplazar a las personas en la realización de numerosos oficios. Y, si bien esto puede tener sentido en el caso del trabajo manual (sentido… pero también, de paso, graves consecuencias sociales al aumentar los índices de desempleo), en el caso del trabajo intelectual podría parecer un mero pronóstico alarmista.

Y, sin embargo, ya está ocurriendo. La traducción automática comienza a reemplazar a la traducción humana… con un enorme pero: puesto que las humanas seguimos, y seguiremos, siendo imprescindibles para esta labor, el resultado es una explotación inhumana.

Thomas Meier (pixabay.com)


El proceso es el siguiente: se traducen los textos con traductor automático y luego se contrata a traductoras humanas para lo que denominan «posedición«… y que no es otra cosa que una neolengua para disfrazar la explotación. De entrada, el término no tiene sentido: poseditar significaría editar lo que ya está editado; es decir, una segunda edición (revisión, en el vocabulario del mundillo de las traducciones). Sin embargo, en este contexto lo que en realidad significa es retraducir (o, en el mejor de los casos, ya que tanto gusta el prefijo -postpostraducir). Y las tarifas por esa tarea son absolutamente misérrimas, como mostraré más adelante.

En realidad, el proceso de deshumanización y explotación de quienes nos dedicamos a la traducción comenzó mucho antes, con la aparición de las llamadas herramientas TAC o memorias de traducción, que en principio se suponía que ahorraban tiempo… y, por tanto, dieron lugar a una reducción de las tarifas. Personalmente, nunca pude con las dichosas herramientas. Sólo utilicé con cierta frecuencia la denominada Transit Satellite, y porque determinada agencia me lo exigía, y no veía el ahorro por ninguna parte. En todo caso, lo contrario. En primer lugar, porque los proyectos venían habilitados con un glosario y las palabras incluidas en él se traducían automáticamente incluso cuando no eran pertinentes, y resultaba muy complicado corregirlas. (Los glosarios son imprescindibles para unificar terminología cuando se trata de proyectos colectivos; ahora bien, a mí me resultaba más práctico tenerlos en formato Excel.) Por otro lado, los textos, el de origen y el de destino, aparecían en dos columnas y era imposible imprimir ninguno de los dos… Y, aunque soy consciente de que ésta es una carencia personal, yo necesito tener uno de los dos textos impreso porque en pantalla no «proceso» bien lo que leo. Por último, el texto de destino estaba dividido en «segmentos» (a veces de una sola palabra) y había que ir marcándolos como traducidos conforme se iban terminando (si no se marcaban todos, la herramienta no permitía «exportarlos»), lo cual requería varios pasos. Es posible que hubiera otras herramientas más user-friendly, pero nunca me animé a investigarlas. Yo tengo mis propios atajos en Word (p. ej., reemplazar desde el principio las palabras o expresiones que se repiten mucho por su equivalente en la lengua de destino) y estas herramientas me impedían utilizarlos.

Y, aunque hace ya unos años que dejé de traducir a destajo para agencias, mi impresión es que estas herramientas han sido reemplazadas directamente por traductores automáticos. Hace un par de meses recibí un correo de la agencia con la que más trabajaba, en el que se informaba de que las patentes (ésa era mi especialidad para esa agencia: patentes químicas, médicas y farmacéuticas de castellano a inglés [antes de mi doctorado en Filología, saqué una licenciatura y un máster en Ingeniería Química]) pasarían a hacerse automáticamente y se pagaría la (eufemística) posedición a 0,01 euros por palabra… cuando la última tarifa por traducción que me pagaban era de 0,05 euros por palabra (ya de por sí baja, porque las agencias funcionan como intermediarias explotadoras; cuando me hacían encargos directos, cobraba bastante más). Es decir, la quinta parte por un trabajo casi equivalente, porque, aunque teóricamente, con un buen traductor automático, la terminología técnica vendría ya traducida (o no: ¿incluirá el diccionario del robotito nombres de compuestos químicos tales como 1,1′-(2,2,2-tricloroetiliden)bis(4-clorobenceno)), la redacción, no… y las patentes solían estar pésimamente redactadas (a menudo me preguntaba cómo era posible que se las aprobaran si no eran capaces de describirlas): recuerdo frases de hasta veinte líneas de largo, llenas de subordinadas y en las que a menudo había que «adivinar» a qué antecedentes respondían los dicho, la mismaéstos... Si esta humana que soy yo se perdía, no me imagino qué podrá sacar en claro una máquina.

El estímulo para escribir una entrada sobre este tema fue un anuncio que vi hace unos días en un grupo de Facebook de traductoras y traductores: buscaban ídems que poseditaran la traducción automática de novelas románticas… por la friolera de 0,008 dólares por palabra… equivalente a menos de 0,007 euros; es decir, menos de 0,7 céntimos; es decir, menos aún que la tarifa que me propusieron para las patentes… y esto desde EEUU, donde los salarios son bastante más altos que aquí (también lo es el coste de la vida).

El quid de dicha entrada iba a ser mostrar por qué el trabajo de (eso que llaman) poseditar es casi el mismo que el de traducir desde cero, basándome no sólo en vaguedades (la dificultad de corregir textos traducidos por no profesionales, tarea en la que tengo bastante experiencia), sino en ejemplos concretos… y me daba una pereza inmensa ponerme a trastear con traductores automáticos.

Pues bien… A la mañana siguiente (3 de noviembre) me encontré casualmente (¿telepatía?) en mi correo, en el boletín de elDiario.es Al día de Juanlu Sánchez, un comentario sobre este tema y un enlace a un artículo del blog En la luna de Babel titulado «Traducción automática y TAV: Poseditar subtítulos». En él, la autora, Scheherezade Surià, da abundantes ejemplos de los abundantes errores que cometen las máquinas, con experimento incluido.

El experimento consistía en traducir desde cero un texto (en este caso para subtitulado), poseditar una traducción automática… y comparar el tiempo invertido en cada una. Resultado: Desde cero, 9 horas 43 minutos; poseditado, 7 horas 6 minutos. Menos de un 30% de «ahorro». Y, sin embargo, las tarifas de «posedición» son hasta siete veces inferiores a las de traducción (y de traducciones mal pagadas, vuelvo a matizar). Por otra parte, el experimento sólo mide el tiempo bruto, no lo que sufre la traductora intentando sacar sentido de donde no lo hay.

Hay que tomar en cuenta además que, al ser de subtitulado, el experimento se realizó puramente con diálogos, por lo que las dificultades residirían sobre todo en los coloquialismos y las frases hechas. Es decir, en una novela con diálogos, pero también descripciones poéticas, metáforas, subordinadas, incisos, guiños intertextuales, etc., el «ahorro» debe de ser casi nulo.


Los traductores profesionales conservarán sus trabajos durante, al menos, 20 años más.

Dicho por el director general de una de estas empresas fabricantes de máquinas traductrices y citado en el artículo de Surià.

Probablemente dentro de veinte años yo ya no estaré por aquí para quejarme, ni como traductora ni como lectora, pero sospecho que quienes aman la literatura tendrán que volverse políglotas para leerlo todo en versión original o, de lo contrario, limitarse a leer en su lengua materna. Un poco distópico, sí.

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