Escribir autoficción: ¿Moda, narcisismo o necesidad?

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 01-09-2021)


La autoficción, ese género a medio camino entre la novela y la autobiografía (o viceversa), está bastante minusvalorado… especialmente cuando lo cultivan mujeres. Abundan los artículos que lo definen como moda (como muestra aleatoria, dos de 2018: aquí y aquí) y hay uno más reciente que, aunque habla en términos elogiosos de la última novela de la escritora francesa Delphine de Vigan, aprovecha para mencionar las insuficiencias del género, atribuyendo su ejercicio a la «egolatría» o la «falta de ideas fértiles».

Yo diría que, en realidad, lo que está de moda es el término autoficción. Acuñado en 1977 por el escritor francés Serge Doubrovsky y teorizado desde los años 90 como una manifestación más de las escrituras del yo (junto con autobiografías, memorias y diarios), su uso se popularizó en la última década y ahora está hasta en la sopa. Y es que la autoficción siempre ha existido: es lo que antes se denominaba novela autobiográfica o, menos frecuentemente, autobiografía novelada.

Evidentemente, yo sólo puedo hablar por mí, pero, habiendo terminado por fin mi propia «autoficción», que se publicará próximamente, puedo decir que su escritura no estuvo motivada ni por falta de ideas ni por narcisismo (salvo que autorretratarse como un «guiñapo» pueda considerarse como tal).


🟣 ¿Por qué la escribí?

Cuando «me escapé» por fin de «los tres años oscuros» que recreo en la novela, decidí volver a escribir. (Mi primera novela, Gajos de naranjas, se publicó a finales de 2014, unos meses antes de «tirar toda mi vida a la basura» por una decisión precipitada e irreflexiva, y desde entonces ni me había planteado volver a escribir.) Mi primera idea fue convertir en novela un guión de largometraje que escribí allá por 2009 y que creo que merece mejor suerte que la de languidecer en un cajón. Lo releí y comencé a tomar notas para reconvertirlo. Sin embargo, mientras lo hacía, bullía por mi cabeza el deseo ―la necesidad― de contar esos tres años, que, aunque carentes de sucesos y dramas «espectaculares», me parecían literaturizables por estar temporal y ―sobre todo― espacialmente acotados (¿qué mayor acotación que una isla?). Me devanaba los sesos intentando atribuirle «mi historia» a algún personaje secundario y llegó un punto en que eso era lo único que me interesaba del proyecto… Y no tanto por contarla, sino porque necesitaba entender mi Gran Error (siempre lo pienso en gordas mayúsculas), para tal vez así dejar de autoflagelarme, y el proceso de la escritura me pareció el mejor modo de hacerlo (una especie de autoterapia). Después se me ocurrió también que podía ser un modo de rentabilizar (no hablo, por supuesto, en términos económicos) esos tres años absolutamente desperdiciados de mi vida, al extraerles algo de valor (una creación literaria)… aunque sólo fuera a posteriori.

Con todo esto quiero decir que la escritura se me impuso, movida por resortes no deliberativos, del tipo «Como no se me ocurre ningún tema, hablaré de mí, que ya me conozco» (en realidad, una de las cosas que descubrí en el proceso fue que no me conocía en absoluto).

🟣 Dificultad y dolor

De nuevo, sólo puedo hablar por mí, pero esta novela es lo más difícil que he escrito en mi vida (incluida mi tesis doctoral). Infinitamente más difícil que la primera, cuando carecía de experiencia (hasta entonces sólo había escrito relatos) y confianza en mí misma como escritora «creativa».

Por lo que se refiere al aspecto estrictamente «escriturario», ya hablé un poco sobre ello en una entrada anterior, donde establecía analogías entre la autoficción y el guión adaptado. En ambos casos existe un «texto» previo al que, aun modificándolo, es preciso ser «fiel»: en el primer caso, el corsé es el texto de origen; en el segundo, la realidad vivida. Cierto que la autoficción permite un margen más amplio de «invención» que la autobiografía pura, puesto que no es preciso respetar el «pacto de veracidad» que Philippe Lejeune considera básico para esta última, junto con la identidad autora = narradora = protagonista (bueno, él lo dice en masculino, bien sûr), pero, al igual que ocurre con las adaptaciones literarias al cine, existen personajes y episodios insoslayables. No cabe, por tanto, el recurso que ofrece la ficción pura de simplemente reescribir o eliminar aquellos capítulos o pasajes que «no funcionan».

Sin embargo, para mí la verdadera dificultad fue de orden psicológico. Para escribir, tenía primero que recordar (hechos en su mayoría dolorosos) y luego (intentar) entender. Hubo episodios que me vi incapaz de escribir «en directo», por lo que los narré «en diferido», mediante flashbacks o dentro de las cartas que escribe la protagonista a otro personaje. Hubo un capítulo que mantuve en barbecho más de seis meses, incapaz de encontrarle forma porque transcurría entero dentro de mi cabeza. Y lo más curioso es que los bloqueos no surgían necesariamente en los episodios más oscuros: por ejemplo, me costó mucho más contar un pequeño accidente doméstico que un intento de suicidio. ¡Los caminos del trauma son inescrutables!

🟣 Cero disfrute

Para mí, escribir siempre ha sido un disfrute, ya se trate de relatos, artículos académicos o entradas de blog. Disfruté intensamente el guión de largometraje que mencioné arriba y, por supuesto, también mi anterior novela. Supongo que con ésta habré tenido momentos de desánimo o bloqueo con algún episodio o capítulo en concreto, pero el único serio que recuerdo fue con los dos últimos capítulos, pese a que los tenía diseñados en mi cabeza… ¿El motivo? Sencillamente, no quería terminarla y confrontar el trabajo más pesado de corregir-corregir-corregir. Pero incluso las múltiples correcciones las disfrutaba a tope.

Con la nueva, me ha ocurrido todo lo contrario. Creo que disfruté al principio, cuando empecé, de manera tanteante, a escribir episodios o estados de ánimo sueltos, quizá por sentir que conservaba la capacidad de expresión verbal que, como tantas otras cosas, creía perdida, y por tener al fin, tras varios años de marasmo, un proyecto vital. Pero, una vez que me puse a la tarea de escribir de manera (más o menos) lineal, capítulo por capítulo, el disfrute se desvaneció. Con el primer borrador, muchos episodios me dejaban llorando a mares; con los subsiguientes (han sido cinco ―sí, cinco― borradores) me deprimía siempre al revisar los capítulos V-VIII (sin lo narrado en el capítulo VI, los demás no habrían existido… y la novela tampoco). Disfrutaba al releer ciertos pasajes, o incluso capítulos, que me salieron muy bien a la primera; o al encontrar una solución para algún problema de estructura o enfoque; o al hallar alguna metáfora «ocurrente». Poco más. Tanto así, que en mi caso, más que un ejercicio de narcisismo, éste podría describirse como un ejercicio de masoquismo. Y, al contrario que con la anterior, con cada borrador lo único que anhelaba era llegar al final.

El último borrador fue verdaderamente penoso. Había calculado que lo terminaría en «unos días» (se trataba de un ultimísimo pulimiento de estilo), pero tuve la «brillante» idea de, tras corregir cada capítulo sobre el papel, grabarlo y reescucharlo (esto ya lo había hecho en algún borrador anterior)… Me llevó casi tres semanas, que pasé con un estrés descomunal y un mal humor que no me embargaba desde que dejé de hacer traducciones técnicas a destajo para agencias. Y la misma tarde en que le puse punto final me dio un «jamacuco psicosomático» calcadito a los que tenía constantemente en aquella época… supongo que como reacción a lo que fue una sobredosis de malos recuerdos.


🟣 La autoficción: ¿Un género «tramposo»?

Más allá del debate sobre el valor literario de la autoficción, existe otro dentro del marco de las escrituras del yo: hasta qué punto se trata de un género «tramposo», en la medida en que la autora se expone, se desnuda… ma non troppo o, al menos, non del todo, ya que la ambigüedad entre realidad y ficción no otorga ninguna certeza a las lectoras. Laura Freixas, autora de diarios (el último, recién publicado, Saber quién soy) y una excelente autobiografía, A mí no me iba a pasar (2019), lo plantea así:

Desnudarse implica arriesgarse, hacerse vulnerable, renunciar a la ficción como escudo. [… C]aminar por un alambre a un metro del suelo es tan difícil, sin duda, como hacerlo a cien metros del suelo. Sin embargo, tanto para quien camina como para quien mira (tanto para quien escribe como para quien lee […]), que el alambre esté a cien metros (que el libro confiese ser autobiográfico) convierte el mismo ejercicio en algo mucho más emocionante.

Laura Freixas, «La altura del alambre» (Actúa: La Revista Trimestral de los Artistas 62 [enero-junio 2020], pp. 4-5).

En mi caso particular, si opté por la autoficción, y no la autobiografía pura, no fue sólo por pudor. Cierto que hay cosas de mi vida ―y de ese período― que no quiero/puedo contar, pero ya sabemos que silenciar no es lo mismo que mentir; es decir que podría habérmelas callado y seguir tan campante… respetando incluso el mencionado «pacto de veracidad» (ahora que lo pienso, ¿alguien cree en serio que las autobiografías de personajes de la clase política son veraces?). Mis motivos fueron fundamentalmente dos, uno psicológico y otro ético:

🌐 Motivo psicológico: Crear distancia

De hecho, empecé a escribir la novela con un protagonista masculino y una narradora equisciente en tercera persona. La trama de esos tres años era básicamente la misma, pero adaptada a un personaje, no sólo de sexo opuesto, sino con una biografía distinta a la mía. Con la narradora de tercera persona llegué hasta casi la mitad del primer borrador, cuando concluí que «todo eso» sólo podía narrarse en primera. Con el protagonista masculino, llegué hasta poco después de la mitad, cuando concluí que la trama no funcionaba porque su pasado no podía «explicar» mis reacciones.

Así pues, tuve que sentarme a reescribirlo todo, aunque manteniendo el componente novelado. Sin embargo, no considero haber «malgastado» ese tiempo. Creo que al principio no estaba preparada emocionalmente para escribir desde mí, ni siquiera ante mí misma. Y, cuando finalmente me lancé, me ayudó el hecho de que la protagonista no tenga mi nombre, porque ello me permitió un distanciamiento (cuando visualizo los sucesos, «me veo» desde fuera) que no me habría permitido una Jacqueline. Me dirán que ahora, ya terminada, podría reemplazar su nombre con el mío, pero sospecho que algo chirriaría (aparte de que el nombre ficticio me dio mucho juego).

🌐 Motivo ético: Los personajes secundarios

Uno de los temas fundamentales de la novela son las relaciones interpersonales (familiares, de amistad y sexo-amorosas), por lo que está plagada de personajes secundarios (siete recurrentes y otros esporádicos). Y bien: yo tengo todo el derecho del mundo a desnudar mi vida (o cierta parte) ante el público, pero no tengo derecho a desnudar la de otras personas. Tenía, pues, que ficcionarlas también a ellas, cambiándoles el nombre, la profesión y otros detalles. Serán reconocibles para sí mismas y para quienes me conozcan tanto a mí como a ellas, pero para nadie más. De todos modos, precisamente porque pueden ser reconocidas, los personajes me han quedado bastante planos: no sólo no puedo contar sus «intimidades»sino tampoco inventarles otras, porque esas (pocas) personas que las reconozcan podrían pensar que son ciertas («Vaya, vaya, no sabía yo que Fulanit@…»).


🟣 ¿Y en resumen…?

En resumen… Pese al dolor y los traumas, e independientemente de que se venda o no, de que guste o no al público, me alegro de haberla escrito. Logré dos de mis propósitos iniciales: exorcizar, al vomitarla, esa horrible experiencia y entender muchas de mis motivaciones e impulsos. Lo que no logré ―ni creo que lo logre nunca― fue perdonarme el tantísimo daño que me autoinfligí.

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