«Más que cuerpos» de Susana Martín Gijón: Una estupenda novela negra feminista… con algunos «peros»

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 18-12-2020)


En una de mis últimas entradas critiqué a fondo el modo como Carmen Mola mete la ideología queer “con calzador” en su última novela, La Nena (https://jcruzservicioslinguisticos.com/2020/09/16/la-nena-de-carmen-mola-o-como-meter-la-ideologia-queer-con-calzador/). Es una ideología con la que no sólo discrepo rotundamente, sino que me parece muy nociva porque, con la connivencia de ciertos oscuros intereses, está socavando todas las conquistas feministas de las últimas décadas. Sin embargo, no fue sólo eso lo que me molestó: me parecía que ese enorme esfuerzo por “hacer ideología” mermaba la calidad de la novela.

De hecho, extiendo el mismo tipo de crítica a obras que transmiten perspectivas ideológicas con las que sí concuerdo, pero que abusan de lo que yo llamo “discursitos”: parlamentos que pronuncian los personajes y que no suenan “naturales” en el contexto de la obra, sino dirigidos en primer término al público lector, o ―casi peor aún― digresiones por parte de la voz narrativa cuyo único fin es transmitir el mensaje en cuestión.


Empezaré diciendo que la novela Más que cuerpos (2013) de Susana Martín Gijón me parece una novela muy recomendable, incluso necesaria, en la medida en que es explícitamente feminista y coloca en primer plano dos graves problemas sobre los que nuestra sociedad necesita todavía mucha sensibilización: la violencia machista y la prostitución y la trata. Sobre todo porque, al tratarse de una novela negra, puede llegar a un público bastante más amplio que el ensayo u otros géneros literarios.

Más que cuerpos es la primera novela de la autora y la primera de una serie del mismo título. Fue publicada en papel por la Editorial Anantes y está disponible en versión Kindle en lo que sospecho que es una autoedición… que habría merecido un buen repaso ortotipográfico y estilístico: está plagada de errataserrores gramaticales (sobre todo leísmos y queísmos), clichés como «rehacer su vida» o eufemismos como «le levantó la mano». También hay varios gazapos: una cena fijada para «hoy» (las sucesivas secciones están fechadas) que tiene lugar al día siguiente o una conversación del mediodía que uno de los interlocutores recuerda como habiendo sucedido la noche anterior. Señalo todo esto porque varias veces estuve a punto de dejar la lectura (tal vez por mi trabajo como correctora y editora, soy en exceso puntillosa y no soporto los textos mal redactados/presentados) y, si seguí hasta el final, fue porque, pese a las críticas que voy a verter a continuación, me interesaba la temática.

La protagonista, Annika Kaunda, es una policía nacional de Mérida de origen africano especializada en temas de género. Tras un prólogo que nos presenta a una chica encerrada y maltratada (no sabemos todavía dónde), en el segundo párrafo de la novela propiamente dicha se indica que Annika «[e]staba convencida de que detrás de ese club [de alterne, al que por cierto no se ha hecho alusión] había una red de tráfico y trata de mujeres de Europa del Este» (pág. 13; el énfasis es mío). No me parece (literariamente) un buen comienzo para una novela. Si la autora quería introducir este tema clave desde la primera página, debería haberlo hecho con la notificación de algún crimen en dicho club (por ejemplo, la mujer prostituida que aparece «suicidada» posteriormente). Y más abajo en la misma página aparece ya una larga digresión sobre la indignación que le provoca la existencia de ese tipo de clubes (cincuenta y nueve en toda Extremadura) y el hecho de que sean «ampliamente tolerado[s] e ignorado[s]»: «Los ojos que no quieren ver, no verán jamás» (pág. 13). Es por ello por lo que piensa en Bruno, un periodista al que conoció unos meses antes: él podría hacer un reportaje para suscitar polémica y así obligar a su jefe a investigar.

Unos breves capítulos después, quedan a cenar y Annika le explica lo que desea y por qué es importante… lo cual le exige un largo discurso explicativo sobre cómo funciona la trata: «Es, en resumen, la compra y venta de sus cuerpos. La esclavitud del siglo XXI» (pág. 29). En este caso está justificado porque su interlocutor no está muy informado al respecto y la voz narrativa menciona el tono «pedagógico» (pág. 29) que se ve obligada a adoptar. Su denuncia del sistema prostitucional es muy potente y, aunque centrada en la trata ―que es, al cabo, lo que constituye delito (la prostitución presuntamente «libre», no), queda claro, en este parlamento y en reflexiones y sucesos posteriores, que la línea divisoria entre la prostitución «voluntaria» y la «obligada» (de la que, según las cifras de Annika, es víctima el setenta por ciento de las mujeres prostituidas [pág. 29]) es «muy delgada» (pág. 99).

Bruno sale de la cena entusiasmado por ponerse a investigar, aunque ése era «un tema del que nunca se había ocupado» (pág. 29) a ningún nivel. No es putero y sólo ha estado en un burdel de su pueblo una vez y en la Casa de Campo otra, ambas a instancias de amigos, y, aunque lo primero le resultó «divertido» y lo segundo lo dejó «deslumbrado por los cuerpazos y la belleza de las chicas semidesnudas» (pág. 61), en ninguno de los dos casos utilizó los “servicios” disponibles (debemos creerlo, puesto que nos lo cuenta la voz narrativa omnisciente, pero esto se lo he oído yo a demasiados hombres como para que no me suene sospechoso). En todo caso, empieza a investigar y le bastan dos días de lecturas para descubrir que existe la trata y que la prostitución es una lacra que hay que erradicar:

¿Cuántos de ese medio millón de hombres [extremeños] pagaban unos billetes para ver satisfechos sus deseos sexuales sin importarle [sic] las condiciones de la persona que tenían enfrente?

Más que cuerpos, pág. 74

¡Ojalá fuera tan fácil en la vida real convertir a los hombres ―y a muchas mujeres― al abolicionismo!

Posteriormente, visitará el club de alterne de Badajoz, haciéndose pasar por cliente, y ahí sí se mostrará (en lugar de sólo contarse) lo pernicioso de la prostitución en general (el barman le habla de las mujeres disponibles como, según dirá más adelante el propio Bruno, «si de la carta de un restaurante se tratase» [pág. 236]) y la monstruosidad de la trata. Logra acceder a una habitación cerrada con llave donde se halla una chica que casi no habla español, de nombre Alma («Qué irónico», piensa Bruno, «[l]lamarse Alma una persona a la que tratan como si fuera un cuerpo sin más, un mero objeto» [pág. 101]) llena de moretones y horriblemente asustada. Cuando un matón lo descubre fisgoneando y lo expulsa del club, Patricia, una de las mujeres prostituidas ―y la única española―, le advierte de que es peligroso lo que está haciendo. Al día siguiente Patricia aparecerá «suicidada».

El otro tema clave de la novela es, como señalé, la violencia machista, que se introduce justo después de la cena con Bruno, cuando llaman a Annika por el asesinato de una mujer, Sara. En realidad, el tema aparece en dos breves capítulos anteriores, cuando Juana, la vecina de Sara, oye ruidos y golpes en el apartamento y rememora las numerosas ocasiones en las que ha sido testiga de escenas similares, que claramente reconoce como violencia machista. Será luego ella quien, tras mucho debatir, llame a la policía, de lo cual se alegra Annika, aunque en esa ocasión haya sido demasiado tarde:

Por eso era tan importante que la sociedad se concienciara ya de una vez sobre esto […]. Que no miraran hacia otro lado cuando oían ruidos en casa de sus vecinos. Que no pensaran que eran problemas de familia y cerraran los ojos y los oídos. Podía evitarse tanto dolor, tantos crímenes si todo el mundo se comprometiera a denunciar estas cosas.

(pág. 45)

La violencia machista que sufría Sara es corroborada también por su hermano y, con posterioridad, por amigas de la víctima, y, al igual que en el caso de la prostitución/trata, se explican minuciosamente los mecanismos de la violencia, a veces también con cifras (desde luego, la autora se ha documentado bien): la destrucción de la autoestima de la víctima, el aislamiento de su familia y sus amistades, la escalada desde la violencia psicológica hasta ese «le levantó la mano» (pág. 18) que me parece tan burdamente eufemístico, así como la reticencia de muchas víctimas a denunciar, bien por «miedo a su agresor o por el sentimiento de culpa que las imbuía tras haber estado expuestas a situaciones de violencia constante» (pág. 46). A raíz de ello, Álvaro, la pareja de Sara, se convertirá en el principal sospechoso y es especialmente interesante su descripción de su relación con Sara cuando Annika lo interroga, porque ―una vez más― se nos muestra más que se nos cuenta. Sus propias palabras, como piensa la propia Annika, lo dejan «retratado» (pág. 89):

No sé qué quiere decir con eso de «persona independiente». Sara era mi chica y vivía conmigo.

Tenía algunas amigas, pero hacía bastante que no las veía. Eran unas petardas.

Llegaba tarde a casa [del trabajo] y a menudo decía que estaba muy cansada para preparar la cena […]. Entonces yo me cabreaba. No creo que eso sea un modelo de pareja.

(págs. 88-89)

Sin embargo, al igual que con el tema de la prostitución/trata, los «discursitos» a veces chirrían, por ejemplo, cuando el jefe de Sara, Pablo, se entera por su secretario de que una agente de policía quiere interrogarlo. Ello le molesta y su proceso mental, tal como nos lo cuenta la voz narrativa, que asumimos que sigue «dentro de su cabeza» puesto que lo está justo antes y después, es el siguiente:

Todo estaba muy claro […]. Había sido un asesinato de esos pasionales, ejecutado por un hombre que llevaba años maltratándola. […] Los primeros síntomas, los celos, el control, el aislamiento, pasar a las manos, y por último el ataque desesperado que le había hecho creer que era suya hasta el punto de acabar con su vida.

(pág. 115)

Resulta difícil de creer que un hombre «normal y corriente», es decir, uno que no haya recibido formación sobre violencia machista (como algunos miembros de la policía o psicólogos) ni haya conocido a nadie víctima de ella, se la plantee en estos términos tan «sofisticados» (si descontamos el adjetivo «pasionales» y el eufemismo «pasar a las manos»). Habría sido mucho más creíble endilgarle este proceso mental a Mati, el compañero de Annika, o incluso a su jefe.

No acaban aquí los temas feministas que aborda la novela: se denuncian también la doble jornada a la que están condenadas las mujeres con pareja e hijas, el «síndrome de la abuela esclava», la doble moral sexual, las violaciones sistemáticas de mujeres en situaciones de guerra y la necesidad de recuperar la historia de las mujeres, entre otros muchos.

Pero la crítica social que asume la novela va más allá del feminismo. Bruno, que se convierte pronto en coprotagonista, comparte piso con dos amigos. Uno de ellos, Julio, es gay y acaba de descubrir que es seropositivo, lo cual da pie para denunciar (con algún «discursito” de por medio) la homofobia y el rechazo social que todavía hoy inspiran las personas seropositivas.

Por otra parte, Bruno visita a menudo a su madre, quien vive en un pueblo cercano y que lleva mucho tiempo intentando convencerlo para que redacte la biografía de su amiga Doña Paquita. Bruno tiene nulo interés: él quiere ser periodista, no escritor en la sombra de ancianitas aburridas. Finalmente, pasada la mitad de la novela, accede a conocerla y se queda fascinado por el relato de la señora, que se reparte a lo largo de varios capítulos espaciados entre sí. Vivió la guerra civil de muy niña y, después de que su madre fuera asesinada por «roja» y feminista (tras ser rapada al cero y paseada por el pueblo con una dosis de aceite de ricino en el cuerpo), su padre y ella se refugiaron en Francia, donde fueron internad@s en un campo de concentración. Fallecido su padre, viajó a París y se casó con un joven que murió en el frente durante la Segunda Guerra Mundial. Posteriormente, pasó muchos años trabajando como tantas migrantes (aunque no especifica en qué), hasta que se casó con un diplomático de la antigua Yugoslavia y se instaló con él en Sarajevo, donde fue testiga de la guerra de los Balcanes, con todo su horror, incluidas la limpieza étnica y las «violaciones de niñas y mujeres en masa» (pág. 311).

Nuevamente, lo más inverosímil de la historia es la «conversión» de Bruno. Hasta entonces, no sólo no había tenido ningún interés por la recuperación de la memoria histórica, sino que incluso le parecía que «no tenía sentido escarbar en el pasado» (pág. 187). Le bastará una conversación con Doña Paquita y algo de investigación en Internet para darse cuenta de «las carencias, las irregularidades y la amnesia impuesta [por la Transición] que dejó un proceso eternamente inconcluso» (pág. 219).

Mientras, Annika continúa con sus investigaciones de la red prostitucional y del asesinato de Sara, ambas a escondidas de su jefe, pues para él no cabe duda de que Álvaro es el asesino de Sara (paréntesis spoiler: el tipo es un miserable, pero no es el asesino). Surge entonces el tema de las farmacéuticas (Sara trabajaba en una empresa de este sector) y, al igual que con los temas anteriores, se dan numerosos datos (a menudo en plan «discursitos») al público lector sobre su enorme poder, su medicalización de «problemas de la vida rutinaria» (pág. 243), la dificultad de acceso a los medicamentos por parte de los países del Sur debido a las patentes abusivas y, además, el hecho de que esas mismas empresas participan en la venta de medicamentos fraudulentos por Internet.

Llegada a este punto, empecé a agobiarme, aunque también en este caso concordara con la crítica que lleva a cabo. Daba la impresión de que la autora se había hecho una lista de temas feministas y de izquierdas que abordar, y los fue tachando conforme los incorporaba. Afortunadamente, al final (nuevo spoiler) descubrimos que la empresa farmacéutica sí estaba involucrada en el asesinato de Sara, con lo cual la crítica resulta absolutamente pertinente.

Aclaro nuevamente que me parece una novela muy recomendable y respeto el interés de la autora, una mujer muy comprometida (ha sido Directora General del Instituto de la Juventud de Extremadura y Presidenta del Comité contra el Racismo, la Xenofobia y la Intolerancia, además de colaborar con la Red de Mujeres Jóvenes Africanas y Españolas), por “educar” al público. Lo que a menudo «me sacaba» de la trama era el tono didáctico, más apropiado para un ensayo que para una novela. Reconozco que tal vez sea necesario para una parte del público lector, pero para alguien ya concienciada ―y muy informada― sobre estas cuestiones, resulta un tanto tedioso.

Al mismo tiempo, mientras “critico” todo eso, hago mi propia autocrítica. Mi única novela ya publicada hasta la fecha (tengo otra «a punto de»), Gajos de naranjas, fue desde su concepción una novela feminista, en la que me interesaba “hacer feminismo” explícito (cuando empecé a escribirla, allá por 2005, no se publicaban demasiadas novelas de corte feminista) y tuve que batallar muchísimo, en los sucesivos borradores, para podar los “discursitos” que me brotaban espontáneamente y que abarcaban también numerosos otros temas (racismo, migración, neoliberalismo salvaje, etc.). Por esas fechas leí en algún sitio que los y las escritores noveles tienen (tenemos) cierta inclinación a “querer decirlo todo” en una primera novela. Es posible que a Susana Martín Gijón le haya ocurrido esto.

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