Donde habitan los monstruos: «Amherst», de Lola Fernández de Sevilla

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 31-05-2022)


Hoy quiero hablarles de un libro precioso, Amherst: Una historia de madres e hijas, de Lola Fernández de Sevilla. Precioso como objeto físico ―por la impresión, la tipografía, las páginas de colores y los dibujos y manchas que lo decoran― y precioso por el contenido.

Para empezar, diré que es un libro inclasificable: un híbrido entre autoficción, novela autorreflexiva, dramaturgia, poesía y ensayo. Un libro que contiene dibujos artesanales, canciones y cuentos. Un libro casi enciclopédico, por la cantidad de temas y disciplinas que abarca (notas al pie incluidas): literatura, lingüística, filosofía, mitología, geografía, historia, antropología, zoología, bioquímica… Un libro que construye su propia genealogía femenina… Un libro, como lo define la prologuista, Silvia Nanclares, «arriesgado», algo no muy común en nuestro actual panorama literario. Y un libro que bucea (el agua, en todas sus formas ―el mar, las piscinas, las saunas, una riada, ¿el líquido amniótico?―, es un motivo recurrente) en los miedos, las lamentaciones y, sobre todo, las ambivalencias de la narradora-protagonista, llamada Luisa, las cuales intenta diagnosticar y exorcizar mediante la escritura: «La escritura es siempre el agujero, la madriguera que nos permite llegar más allá. Y después volver» (pág. 33).

Al ser un híbrido, no tiene un argumento propiamente dicho. No sigue las pautas de una novela, con su planteamiento-nudo-desenlace, sus puntos de giro y su clímax. La propia narradora se interroga a menudo sobre hacia dónde va, y se autorreprende por no tener un rumbo fijo:

[…] las fases, los tiempos de este viaje no están claros. ¿Se trata de una indagación autobiográfica? ¿De un ensayo? […] Y en este intento de dibujarme un mapa, yo nado a tientas, como un buzo en capas abisales: a menudo retrocedo, zigzagueo, doy vueltas, cuando creo que estoy avanzando.

Madrid: Las Hedonistas, 2021, pág. 65.

Aun así, hay dos hilos narrativos conductoresla ruptura de Luisa con una pareja a la que designa como «Él» y su relación con su madre (que se extiende, en diversos formatos, a otras madres y otras hijas). Aparte, hay varios «capítulos» (los nombro así a falta de un término mejor) con recuerdos de infancia, casi todos situados en el colegio. Luisa con cuatro, seis, once años… una niña solitaria y sedienta de saber que parece haberse creado desde entonces un muro defensivo mediante la teoría.

Empezaré con el primero, puesto que es el que explica el título: Amherst es la pequeña ciudad (cuna, por cierto, de Emily Dickinson, cuyo retrato adolescente ilustra la portada) a la que en algún momento pensó trasladarse con Él. «Íbamos a irnos a Amherst», se titula uno de los capítulos (págs. 49-51) y, hacia el final, la narradora le cuenta a una amiga que «Íbamos a habernos ido a Amherst» (pág. 173). Desde el enorme pudor con que la narradora cuenta su historia, podemos interpretar (pero en este libro toda interpretación se sustenta en arenas movedizas) que Amherst representó en algún momento un sueño (en el capítulo «En Amherst», enumera todo lo que «iba a hacer» allí, desde lo que en cierto modo constituye un estereotipo idealizado de la vida en una pequeña ciudad universitaria estadounidense)… Un sueño tal vez voluntarista, tal vez impuesto desde fuera, que ella rompe con un simple «Y dije no» (pág. 60). Sin embargo, más adelante insinúa que ése no fue el verdadero motivo de la no-ida a Amherst. En todo caso, como lectoras, no nos interesa el verdadero motivo: lo que nos seduce y conmueve es el cúmulo de ambivalencias que convergen en la palabra Amherst.

La relación con Él se cuenta desde el no-decir. El capítulo titulado «Decir: Él» es una página en blanco. Poco después, hay uno titulado «Él: Tentativa de aproximación», en el que presenta una enumeración caótica de Él ―gustos, detalles biográficos, vivencias compartidas― que, en mi opinión, dice más del personaje y de la relación que una descripción o recuento pormenorizado: al fin y al cabo, es así, a retazos aparentemente inconexos, como almacenamos las relaciones en la memoria. De todos modos, hay un esbozo del desarrollo de la relación, presentado de manera inversamente cronológica. La primera escena en la que aparece Él es un diálogo entre ÉL y «ELLA (o sea, YO)», que deducimos que es el último y reproduce una discusión sobre unas hamburguesas «demasiado hechas»… por ella. En un capítulo posterior, reelaborará este diálogo sobre la base del generolecto de mujeres y hombres, lo que, a su vez, desembocará en un coro de voces que gritan contra la opresión de las mujeres:

VOCES (o sea, ELLAS): Criticadas, ignoradas, corregidas y despreciadas. […]

VOCES (o sea, ELLAS): Cercadas, tocadas, abofeteadas, mordidas, violadas y finalmente desaparecidas. […]

(pág. 125)

Y es que, como confiesa la propia narradora, los temas que aborda sólo pueden tratarse desde «aproximaciones»: «CON TODO, LO QUE HAS HECHO NO SON SINO APROXIMACIONES. DE ESO VOY. DE INTENTOS DE. FORMAS DE ACERCARSE A. […] Teorías» (pág. 154). Ello es aplicable también a las relaciones madres-hijas. Que son, en el fondo, como ya nos sugiere el subtítulo, el tema de la obra, pues inciden también en el otro (el de la relación de Luisa con Él). Y es que es esa relación fundacional la que en gran medida nos marca la vida a las mujeres (pese a lo cual ha sido muy poco explorada en la literatura llamada «universal»; léase, «masculina»). Sus aproximaciones al tema son múltiples. La más «obvia» son las diversas conversaciones con su madre que se transcriben también en forma de diálogo entre «ELLA (o sea, YO)» y «ELLA (o sea, ELLA)». Su madre le insiste mucho a Luisa sobre su alimentación (¿por qué será que esto me suena?) y le pregunta una y otra vez, sin recibir respuesta, por Él. La ambivalencia que mencioné al principio preside la relación con su madre (¿como preside la de todas las hijas con todas las madres, y viceversa?) y se resume de diversas maneras. Una, en forma de poema:

Noche tras noche, en la oscuridad de mi cama, mi madre y yo somos dos monstruos que se ingieren mutuamente,

Sin reglas ni disculpas.

Es una ley tan antigua como el mundo, […]

la ingesta de las madres por las hijas

y de las hijas por las madres.

(pág. 39)

Otra, mediante una reelaboración del mito de Deméter y Perséfone: la madre acaparadora, que obliga a su hija a pasar seis meses al año a su lado, bajo la amenaza de provocar la aridez universal, «chantajeando a toda la humanidad» (pág. 88), y la hija, que come la granada del Hades con tal de escapar del control de la madre:

El matrimonio como secuestro

Como traición

Y como libertad autoelegida

La buena hija

y

La Señora Oscura

(pág. 94)

Aparte, hay un «Coro de madres», quienes se quejan de haber sido abandonadas (literalmente o no) por sus parejas para la crianza, un «Coro de hijas», que se autodefinen como «las rotas, las arrancadas, siempreheridas» (pág. 156), y una especie de danza entre una Mujer Joven y una Mujer Mayor, en la que a la segunda se le «agotan sus pilas» y queda «rota» (págs. 139-40), mientras que la primera continúa en pie.

El color gris de la portada resulta en principio engañoso, pues desentona de la explosión de color, literal y metafórica, del interior del libro. Sin embargo, puede tener varias explicaciones (también para la lectora todo son «aproximaciones» a la infinidad de capas que conforman el libro). Así, puede asociarse con la zona hadal que a la protagonista le gusta explorar. Describe y dibuja esta zona, la más profunda bajo el mar y a la que no llega la luz… la zona «donde habitan los monstruos» y donde, según confiesa, pasó su primer año de convivencia con Él. Esta zona monstruosa contrasta con la acogedora «soledad de las piscinas«, que ofrecen la libertad de la inmersión en un espacio acotado y, por tanto, sin riesgos. Por otra parte, la austeridad que transmite la portada, y que es también la que caracteriza la poesía de Emily Dickinson, encaja muy bien con la sobriedad, y sobre todo el pudor, con que la narradora nos relata sus vivencias, recuerdos y sentimientos. Como nos dice en la frase que cierra el libro:

Y es cuanto, desde aquí, puedo decir.

(pág. 181)

Que, en realidad, es mucho, muchísimo, y «desde aquí» (el mío) las invito a descubrirlo por sí mismas.

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