Aprender a perdonar(se): «La llama de la soledad», de Avelina Chinchilla

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 04-02-2022)


«Cuántas veces quisiste hablar conmigo, mamá, y yo no lo admití» (pág. 27). Así comienza, tras un breve preámbulo, La llama de la soledad de Avelina Chinchilla, una excelente novela escrita en forma de monólogo a un , la madre de la narradora, que yace en una cama de hospital tras sufrir un ictus, y que combina, en las dosis justas, elementos del bildungsroman, la novela psicológica y la novela social.


El título hace alusión al sentimiento que ha asolado a la protagonista y narradora, Sandra Rojas, escritora de novela negra y gran amante de la ópera, desde la muerte de su padre, cuando tenía ocho años, hasta el presente de la narración, cuando, a sus treinta años, ha decidido por fin «apagarla» (pág. 164). Porque esa llama no ilumina ni calienta: por el contrario, destruye y carboniza, y la ha conducido a una vida oscura, sometida a los embates de lo que ella denomina eufemísticamente «mi enfermedad» y que sólo hacia el final de la novela se atreverá a nombrar:

Sí, la ANOREXIA con mayúsculas porque es una enfermedad muy cabrona que a punto ha estado de desgraciarme la vida y por eso tengo que llamarla por su nombre, para plantarle cara con todas las fuerzas de que soy capaz.

La llama de la soledad. Portugalete: Rubric, 2021. pág. 164.

Pero, si se me permite el juego de palabras, podría decirse que Sandra llama a la soledaden la medida en que su amargura y su resentimiento la han alejado de su madre, de su hermana gemela, Raquel, a la que envidia por su (aparente) «asquerosa vida perfecta» (114), y de su anterior pareja, Carlos. Y es quizá esta soledad a la que ella misma ha «llamado» la que la lleva a caer rendida ante Ricardo Ballesteros, «Ricky», un tipo que a las lectoras nos despierta suspicacias desde el primer momento y contra el que le advierten su amiga Amalia, su madre y su ex-pareja: «¿qué hombre de fiar se haría llamar Ricky pasada cierta edad?», pregunta retóricamente Carlos (85).

La estructura está muy bien hilada: se alternan los episodios en presente, durante las visitas de Sandra al hospital, con episodios en pasado. De éstos, la mayoría reconstruyen de manera más o menos cronológica los acontecimientos del último año, desde el inicio de su relación con Ricky hasta una serie de sucesos que desembocan en una catarsis, y se entrelazan con otros pertenecientes a un pasado más remoto: la muerte de su padre; la muerte de la mejor amiga de las gemelas, Elena, en el (nunca esclarecido) accidente de Metrovalencia de 2006, ocurrido el día de la salida con Elena que se narra en el preámbulo; y algunos aspectos de su relación con Carlos.

El monólogo a su madre le sirve a Sandra en parte para justificarse y reconciliarse con ella, después de años de malentendidos, y en parte para relatarse a sí misma su historia e intentar comprenderse y perdonarse. En este proceso, la narradora no escatima la autocrítica; es más, casi podríamos decir que se autoflagela psicológicamente después de haberlo hecho físicamente durante años: «Tenía la necesidad de expiar una culpa abstracta que me carcomía sin cesar y me obligaba sin remedio a la autopunición» (155). De hecho, a lo largo de la novela se autoendilga infinidad de adjetivos peyorativos: «solitaria y atormentada» (29), «celosa incorregible» (37), «malhumorada e insatisfecha» (37), «egocéntrica» (86), «cobarde» (91), «soberbia» (105), etc. Como lo resume casi al principio:

[E]staba enferma de egoísmo, de melancolía y de una rabia que solía volcar la mayor parte de las veces contra mí misma. Mi amargura era como la heroína para un adicto: cuanto más me recreaba en ella, más falta me hacía (30).

Éramos yo y mis problemas; yo y mis desgracias; yo y mis neuras. Yo, yo y siempre yo (34).

Chinchilla nos ofrece ante todo una novela psicológica, que explora los conflictos internos de Sandra y su evolución a lo largo de los años. Y, en este sentido, aunque en el presente de la narración la protagonista haya superado la edad propia del género, es también una novela de formación. De ahí en parte el papel preeminente que ocupa la relación madre-hija, un tema casi completamente ausente en la literatura masculina y que tiene capital importancia en el bildungsroman femenino. Se trata, además, de una novela feminista, que denuncia, entre otras cosas, los efectos perniciosos de los cánones de belleza imperantes, los cuales conducen a trastornos como la anorexia, y del mito del amor romántico («Quería ofrecerle [a Ricky] esa clase atenciones que se supone que una mujer enamorada tiene hacia su pareja» [136; el subrayado es mío]), el cual conduce a la sumisión y la dependencia ―emocional y económica―, y puede tener consecuencias aún más graves que el daño físico y/o psicológico.

Pero no todo se reduce a Sandra y su mundo. La llama de la soledad contiene también una profunda crítica social. El énfasis se halla en la corrupción de los gobiernos de la Comunitat Valenciana anteriores a 2016, incluidas ciertas «misteriosas» muertes de personas implicadas. Pero no es el único tema que sobresale: la narradora lee en un par de ocasiones los titulares de prensa y se queja de, entre otras cosas, las «corruptelas varias repartidas a lo largo y ancho de la geografía española» (71), «la desunión de la izquierda [que] parece algo intemporal» (71), los eufemismos de la prensa, en esa especie de neolengua orwelliana (esto último es mío) en la que cada vez nos sumergen más («qué gran eufemismo se han inventado los periodistas con eso de la pobreza energética: pobreza y punto, como la de toda la vida» [71]). Especial atención merece la (también eufemísticamente) llamada «crisis de las personas refugiadas«, encerradas en condiciones infrahumanas en campos griegos y a punto de ser deportadas a Turquía a raíz del obsceno tratado suscrito por la Unión Europea en 2016.

En suma, en La llama de la soledad tenemos una novela breve en extensión, pero densa en emociones y reflexiones, que recomiendo con entusiasmo.

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