El cuerpo femenino como encrucijada de los caminos de la globalización

Cansada de pasarme las últimas semanas leyendo sobre, rebatiendo, concordando con y reflexionando sobre el Tema del Verano... No: no la falta de gobierno decente en España, ni la horrible situación de l@s refugiad@s en Grecia y Turquía, ni la guerra de Siria, ni los bombardeos de EEUU sobre colegios de Yemen... Sino el famoso burkini que visten un puñado de mujeres en Francia, copio aquí un fragmento de un artículo que escribí en 2004 y que, lamentablemente, sigue siendo de actualidad.

(El artículo se publicó en el volumen Rebeldes y terrestres:Propuestas de cambio y subversión, eds. Amado Láscar y Jesús Sepúlveda [Santiago de Chile: Mosquito Comunicaciones, 2008].)





El 30 de noviembre de 2002 estaba previsto que se celebrase en Nigeria el concurso de Miss Mundo. En protesta por la condena de Amina Lawal a morir lapidada por adulterio, varias misses anunciaron que no participarán. Otras, incluida la representante de Nigeria, opinaron que resultaría más efectivo participar en el concurso y aprovechar la repercusión internacional del evento, que se retransmitiría por televisión a más de 140 países, para dar publicidad al caso de Lawal haciendo una declaración conjunta... y, de paso, enfurecer a los integristas religiosos con el despliegue de cuerpos. En España, las parlamentarias de la Comisión Mixta de Derechos de la Mujer del Parlamento se unieron (casi por única vez) para redactar un comunicado conjunto instando al comité organizador de Miss España a boicotear el concurso, recomendación que el comité decidió acatar.[1] ¿Gestos loables? Sin duda... Pero también paradójicos, reveladores de las insólitas encrucijadas en que se han convertido los cuerpos femeninos en nuestro mundo globalizado. Jóvenes de diversas partes del mundo que emblematizan, con su título de miss, la objetificación más crasa de la mujer, convertidas en abanderadas de los derechos de la mujer. Diputadas –las del Partido Popular español—, cómplices de su partido en la represión de la libertad sexual de la mujer española (con su oposición al aborto libre) y, casi podríamos decir, de su integridad física (con su oposición a una ley integral contra la violencia de género), uniéndose a sus compañeras de otros partidos para defender a una pobre mujer analfabeta de un lejano país. ¿Progresismo, sensacionalismo o racismo puro y simple?
            Según han señalado teóricas como Nira Yuval-Davis y Floya Anthias, las mujeres han desempeñado tradicionalmente el papel de “madres de la nación”, reproductoras de las fronteras de los grupos étnicos y/o nacionales, transmisoras de la cultura y significantes privilegiados de la diferencia nacional (Kandiyoti, 1994: 376-77), y en los discursos nacionalistas de los países colonizados han sido representadas alternativamente como víctimas del atraso social, iconos de la modernidad o portadoras privilegiadas de la autenticidad cultural (Kandiyoti, 1994: 378). Es decir, sobre sus hombros ha recaído la responsabilidad “moral” de construir o salvaguardar la nación o la comunidad, aun cuando en la práctica no hayan tenido ningún poder real para hacerlo.
Y sigue recayendo. En nuestro mundo actual, el cuerpo de la mujer parece haberse convertido en uno de los campos de batalla[2] donde se libran los conflictos de la globalización y el neoliberalismo salvaje, así como las guerras culturales entre el Norte y el Sur. Un lugar simbólico, pero a menudo también un lugar físico sobre el que se ejerce la violencia de dichos conflictos. En este ensayo abordaré algunas de las manifestaciones, divergentes y hasta contradictorias, de este fenómeno. Así, por un lado, en los países del Norte se sacrifica el cuerpo de sus mujeres a la labor reproductiva (incitaciones constantes a la maternidad en nombre del sostenimiento de la población y, concomitantemente, de los sistemas de la Seguridad Social) y a los cánones de la estética (anorexia, bulimia, cirugía plástica). Y por el otro, se invoca la defensa de la libertad del cuerpo de las mujeres del Sur para justificar actitudes xenófobas y racistas hacia los inmigrantes (el “atraso” de los musulmanes manifestado en el uso del hijab o, de manera más dramática, en la mutilación genital), o masacres como la de EE.UU. en Afganistán.
[...]
El creciente desequilibrio demográfico entre los países occidentales y los del llamado Tercer Mundo (donde se mantienen elevados índices de natalidad), y dentro de Occidente, entre los europeos y los inmigrantes, amenaza el poder de los primeros. Por eso, no existe contradicción entre las campañas de fomento de la natalidad dentro de los países occidentales y las campañas de planificación familiar que éstos organizan en los “otros” países a través de ONG e instituciones dependientes de la ONU. En última instancia, pues, se sigue considerando a las mujeres como “reproductoras y soportes de la nación”. Las mujeres siguen siendo, en palabras de Jone Hernández García, “presionadas por las colectividades a las que pertenecen ‘invitándolas’ a reducir o aumentar el número de sus hijos, o incitándolas a contribuir en la conservación, perpetuación, etc., de una determinada raza” (1999: 116-17).
En España se ha registrado desde el año 2000 un importante crecimiento de la población, pero el aumento se debe casi exclusivamente a la afluencia de inmigrantes: del aumento total de 879.170 habitantes en el año 2002, 694.651 fueron nuevos inmigrantes (EP, 29-i-04). También ha aumentado el índice de natalidad global, pero también en gran medida gracias a la inmigración, puesto que el índice de natalidad de las españolas se mantiene estable: el 10% de los 416.518 bebés nacidos en 2002 eran hijos de mujeres inmigrantes, cuya fecundidad es el doble de la de las españolas, si se toma en cuenta que la población extranjera representa aproximadamente el 5% de la población (EP, 18-vi-03). Pese al evidente beneficio demográfico que aporta, pues, la inmigración, Sami Nair alerta contra el peligro inherente a ello: “Concebir a los emigrantes como mera mercancía que se compra en un mercado demográfico mundial, llevará irremediablemente a catástrofes permanentes en cuestión de integración; a abrir heridas en el sufrimiento [sic] de identidad y, en definitiva, a convertir al emigrante en chivo expiatorio” (2000: 38).
[...]
Con esto enlazo con la otra vertiente del tema de mi ensayo: la conversión del cuerpo de la mujer extranjera, generalmente inmigrante, en un emblema que sirve para desplazar la atención de los verdaderos conflictos sociales y políticos que se prefiere eludir, y para justificar actitudes racistas y xenófobas. En España, que hasta hace apenas 30 años era un país de emigrantes, se asiste en los últimos años a una creciente ola de racismo ante la llegada masiva de inmigrantes. Raro es el día en que la prensa no informa de una nueva “avalancha” de inmigrantes irregulares, con especial énfasis en el número de mujeres embarazadas presentes en la expedición. Los principales “argumentos” esgrimidos como legitimación de la xenofobia son muy diversos y cobran mayor o menor protagonismo en distintos momentos. Así, en una época el gobierno del PP puso en circulación unas estadísticas, claramente tergiversadas, según las cuales la inmensa mayoría de los delitos serían cometidos por inmigrantes, y abundaban las encuestas que, gracias al sesgo en la formulación de las preguntas (“¿Está usted muy, bastante, poco o nada de acuerdo con que hoy en día en España, existe una relación entre inseguridad ciudadana e inmigración”, se preguntaba en el Barómetro de junio de 2002 del CIS), conseguían que una amplia mayoría concordase con la idea de que la inmigración provoca delincuencia.
Este argumento sigue vigente. Un estudio publicado en el número de diciembre de 2003 de la revista Papeles de Economía señala que el 43% de los españoles encuestados opina que la inmigración influye en una mayor inseguridad ciudadana (cit. en EP, 22-i-04) y los medios de comunicación siguen informando puntualmente de “ajustes de cuentas” y “reyertas” –obsérvense las connotaciones negativas de estos términos—entre inmigrantes. Sin embargo, ahora el énfasis se ha desplazado, por un lado, a la conexión entre los inmigrantes musulmanes y el terrorismo, sobre todo a raíz de los atentados del 11-M, y, por el otro, a la opresión de la mujer por parte de las culturas Otras, lo que demuestra su “inferioridad” y la concomitante urgencia de que se “integren” –es decir, asimilen—en la sociedad de acogida. Ello tampoco es nuevo. Ya en el siglo XIX los discursos “orientalistas” justificaban la colonización europea de medio mundo invocando el trato “salvaje” que recibían las mujeres en unas culturas a las que se hacía, por tanto, imprescindible “civilizar” (Kandiyoti, 1994: 378-79). Se trata de la secular –y eurocéntrica—dicotomía entre lo tradicional y lo moderno, que sitúa a Occidente como emblema (positivo) de lo segundo, trasladada ahora al ámbito de las migraciones. Como señala Virginia Maquieira d’Angelo: “Esta interpretación otorgaría a la sociedad receptora el papel de motor de cambio que opera sobre las poblaciones migrantes provenientes de un mundo rural, tradicional y portadoras de un sistema de valores arcaico y desigualitario” (1998: 13).
Y cuando de la opresión de las mujeres del Sur se trata, existe un símbolo sobre el que han llovido en los últimos años ríos de tinta en España, Francia y otros países: el famoso “velo” de las mujeres musulmanas, que, como bien señala María Dolores Masana (aunque luego ella misma le dedique una obsesiva atención a lo largo de su libro Las princesas musulmanas), es la parte más “folclórica” de la opresión femenina en el mundo islámico (2004: 105). En España en 2002 se prohibió a Fátima Elidrisi, una niña marroquí de 13 años, asistir a un colegio concertado (colegio religioso subvencionado por el Estado) vistiendo el hijab; la justificación de la directora del colegio fue que se trata de “un símbolo de sumisión” que degrada a las mujeres. Su decisión fue apoyada por la Red de Organizaciones Feministas contra la Violencia de Género y por el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, quien señaló: “Cualquier expresión de una cultura en que se considera natural la desigualdad, la presión sobre la mujer, la conversión del padre de familia en un déspota, rompe los criterios igualitarios que deben imponerse en la sociedad española” (EP, 20-ii-02). Pero, como se pregunta Claude Malary: “¿hasta qué punto dicha prohibición se basa en una postura auténticamente progresista de defensa de la mujer . . . y hasta qué punto se trata de un mero rechazo de lo diferente por serlo?” (2004: 192). ¿O de una estrategia para ocultar otros problemas políticos y sociales? Como señaló Luis García Montero:
El debate sobre la educación de Fátima, la niña marroquí que lleva la cabeza cubierta con un pañuelo, ha dado pie para opinar sobre la dignidad de las mujeres, la cultura islámica, el machismo, la ablación, la tolerancia; y tanto ruido de periódicos y radios no ha supuesto una verdadera defensa de la dignidad de las mujeres, sino la ocultación real del problema: el extraño privilegio de los colegios concertados, que reciben dinero público, pero se consideran con derecho a ejercer una enseñanza de intereses privados. Mientras muchos colegios públicos se están convirtiendo en ghettos para inmigrantes, los colegios privados y concertados quieren mantener la pureza étnica. La discusión del pañuelo de Fátima hace ruido sobre la dignidad de la mujer para ocultar la liquidación paulatina de la enseñanza pública en España. (EP, 8-xi-02)

Por otra parte, ¿hasta qué punto el uso del hijab[3] por parte de una mujer musulmana en Europa representa un símbolo de sumisión al patriarcado y hasta qué punto puede verse como símbolo de afirmación cultural en un entorno xenófobo y hostil, sobre todo si tomamos en cuenta que, como señalé antes, la responsabilidad de la reproducción de la propia cultura suele recaer sobre las mujeres? De hecho, el III Congreso de Mujeres Musulmanas celebrado en Córdoba en marzo de 2002, el cual defendió, entre otras cosas, el derecho a la planificación familiar y el aborto como perfectamente compatibles con el Corán, no condenó el uso del hijab, señalando que es “una expresión voluntaria del derecho fundamental a la propia imagen” (EP, 4-iii-02). Por su parte, Malika Abdelaziz, la encargada de temas educativos de la Asociación de Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España (ATIME) observó que “Es una lástima que toda la cuestión se esté centrando en hiyab sí o hiyab no. Al final, lo único que provocan estas discusiones es una polarización entre los islamófobos y los integristas”. Cuando la realidad es, según la misma portavoz, que esta prenda recoge una multiplicidad de significaciones dependiendo del contexto, de tal manera que incluso algunas feministas del Magreb la usan “como muestra de la conquista del espacio público de las mujeres” (EP, 16-ii-02).[4]
Los mismos argumentos a favor y en contra del uso del hijab se multiplicaron a raíz de la polémica decisión del gobierno francés, a finales de 2003, de prohibir, en nombre del laicismo, el uso de símbolos religiosos ostentosos en los colegios públicos, entendiéndose por tales símbolos “ostentosos” el hijab musulmán o la kipá judía, pero no, por ejemplo, los crucifijos o medallas católicas colgados al cuello. La ley dio lugar a una encendida polémica en Francia, de la que a su vez se hizo amplio eco la prensa española. Que la cuestión del “velo” es más una cuestión racista que laicista lo demuestra el siguiente comentario del inefable Mario Vargas Llosa, donde llega a equiparar el uso del “velo” con el terrorismo: “Las niñas a las que sus familias y comunidades envían ornadas del velo islámico a las escuelas públicas de Francia son algo más de lo que a simple vista parecen; es decir, son la avanzadilla de una campaña emprendida por los sectores más militantes del integrismo musulmán en Francia” (EP, 22-vi-03). Y aunque la ley ha sido apoyada en Francia por el movimiento de mujeres magrebíes Ni Putes ni Soumises, muchas otras mujeres musulmanas –y feministas—se oponen a ella. Por ejemplo, Irene Khan, secretaria general de Amnistía Internacional y bangladesí, opina que la ley constituye una violación de los derechos humanos:
Lo que vemos es que el cuerpo de la mujer se utiliza de una forma muy política, para poner asuntos políticos sobre la mesa. La posición de AI se sitúa desde la perspectiva de los derechos humanos. Y desde esa perspectiva, la cuestión del velo suscita cuestiones de libertad de expresión y de libertad religiosa. Y una mujer debe ser libre de elegir si lleva el velo o no . . . . Creemos que una mujer no debe ser obligada a no llevar el velo. Como tampoco obligada a llevarlo. (EP-Domingo, 14-iii-04)

También, con anterioridad, feministas marroquíes como Hayat Dinia, presidenta de la asociación Le Féminin au Pluriel, se habían pronunciado en contra de la demonización del velo, por considerar “el binomio islam-velo . . . un discurso reduccionista, herencia involuntaria del colonialismo europeo”, tal como había señalado en su momento Frantz Fanon (EP-Domingo, 4-viii-02). Por su parte, la escritora marroquí Fátima Mernissi opina que el uso del “velo” es sólo una manifestación “teatral” del islam, y establece una interesante (aunque debatible) interpretación comparativa de la opresión femenina en los mundos occidental e islámico, según la cual en el primero el hombre excluye a las mujeres en el tiempo, mientras que en el segundo las excluye en el espacio: “El hombre occidental hace servir las imágenes para congelar la belleza femenina y obliga a las mujeres a considerar el envejecimiento . . . como una degradación vergonzosa . . . Este velo occidental, definido por el tiempo, es aún más delirante que el velo impuesto por los ayatolás, definido por el espacio” (cit. en Masana, 2004: 76).
Quienes se oponen a la ley francesa argumentan que es igual de ilegítimo obligar a la mujer a llevar esa prenda como prohibírselo, y que esto incluso puede ser contraproducente, ya que, como señala Andrés Ortega, “el velo se puede convertir en un signo de resistencia política y social ante la cultura local” (EP, 29-xii-03). Ello explica quizás que una figura tan poco sospechosa de progresismo, como el Ministro del Interior italiano, Giuseppe Pisanu, apruebe su uso: “El velo islámico, llevado dignamente y sin ostentaciones [?], es sólo el símbolo inocuo de una identidad cultural y religiosa y hay que respetarlo”, señaló al defender la reincorporación al trabajo de una empleada de guardería despedida por usar el hijab, con el argumento de que “asustaba a los niños” (EP-Domingo, 28-iii-04).[5] De alguna manera, con este tipo de debates se crea una espiral perversa: la occidentalización forzosa alimenta el integrismo religioso, lo que a su vez oprime cada vez más a las mujeres. Muestra de ello es que el número de mujeres turcas que lleva el hijab es considerablemente superior entre las inmigrantes que viven en Alemania que en la propia Turquía.
Volviendo a España, el sensacionalismo en torno al caso de la niña Fátima, al que se dedicó enorme atención periodística durante varios días, se observa también en relación con otras cuestiones que afectan a las mujeres inmigrantes. Así, se habla a menudo de los matrimonios forzosos de las jóvenes marroquíes. Por ejemplo, un artículo de El País (17-iii-02) proclamaba en el titular: “Niñas inmigrantes son casadas a la fuerza”, pese a que varios de los entrevistados en el texto enfatizaban que se trataba de casos aislados.[6] O se enfatizan los sufrimientos que el tabú de la virginidad causa a las musulmanas. Un reciente artículo de Empar Moliner en el El País, que lleva por título “El himen de Kadisha” y por subtítulo “Relato de una marroquí que ha perdido la virginidad”, cuenta el caso de una joven aterrada ante la perspectiva de que su novio la abandone al descubrir que no es virgen (4-vii-04), cuando en realidad no hay que “viajar” al mundo musulmán para encontrar actitudes similares: por las mismas fechas, un joven español de 18 años mató a golpes a su novia de 15 al descubrir que había mantenido relaciones sexuales con anterioridad. De modo análogo, la película Las hijas de Mohammed, de Silvia Munt (2003), directora por otra parte muy sensibilizada ante la problemática del mundo islámico (es una de las pocas voces que se siguen haciendo eco de la tragedia del pueblo saharaui), muestra también esta obsesión con la opresión de las mujeres musulmanas: el marido de la coprotagonista no permite que a su mujer la atienda un ginecólogo masculino durante el parto, y más tarde la repudia por tener sólo niñas (el título hace referencia tanto al nombre del marido como al profeta Mahoma, quien, irónicamente, sólo tuvo hijas).
Íntimamente relacionado con lo anterior, se halla la condena generalizada de la mutilación genital, que a menudo cobra tintes sensacionalistas. Ojo, con esto no pretendo justificar la mutilación genital, ni ninguna de las otras prácticas opresivas que he señalado (la obligación de cubrirse la cabeza, los matrimonios forzosos, la exigencia de la virginidad o la procreación forzosa de varones) en nombre de un cómodo relativismo cultural. Como mujer y como feminista, me opongo firmemente a dichas prácticas. Lo que me parece cuestionable es su utilización como pretexto para demonizar a las culturas “otras”. También me parece cuestionable el modo en que pretende resolverse problemas como el de la mutilación genital. Porque, ¿hasta qué punto es legítimo condenar, como se ha intentado hacer en Cataluña, a inmigrantes residentes en España por cometer en otro país acciones que allí no se consideran delito? ¿Y hasta qué punto es justo condenar individualmente a los padres y, sobre todo, a las madres, que por lo general han sido también víctimas de esta salvaje práctica, por acciones hondamente arraigadas en su sociedad? ¿No sería más sensato, y más productivo a largo plazo, una intervención de tipo educativo?
Nótese que casi todos los ejemplos citados, tanto a nivel español como internacional–la lapidación de Amina Lawal, el uso del hijab, los matrimonios concertados, la mutilación genital—, se asocian a la cultura islámica. En agosto de 2002 El País publicó una serie de cuatro reportajes sobre mujeres inmigrantes. Los dedicados a las polacas de Alcalá de Henares y a las ecuatorianas de Lorca (Murcia) no mencionaban para nada su posible opresión como mujeres. En contraste, el dedicado a las paquistaníes del barrio barcelonés del Raval llevaba por título “De Pakistán a Barcelona sin salir de casa” (17-viii-02) y estaba dedicado casi íntegramente a su terrible situación de encierro, mientras que el dedicado a las marroquíes de Málaga hablaba obsesivamente de la vestimenta y el aspecto de las mujeres entrevistadas: “Unas se decantan por la chilaba, otras por los vaqueros. Con cualquiera de estas vestimentas, las hay que prefieren cubrirse la cabeza con el pañuelo, o hiyab. Y las hay que lucen la melena y hasta se la tiñen”, “Se casó por voluntad propia . . . optó por divorciarse . . . al fin tenía libertad para sombrearse los ojos y colorearse los labios”, “esta bióloga de 29 años que viste chilaba y hiyab” (19-viii-02). Al mismo tiempo, resulta curioso que en un país como España, donde en 2003 murieron más de 70 mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas, muchos de los cuales recibirán penas mínimas de cárcel, cuando no absolutorias,[7] se haya procesado y condenado al imam de Fuengirola, Mohamed Kamal Mostafa, a 15 meses de prisión y 2.160 euros de multa por publicar un libro, La mujer en el Islam, en el que se hacía apología de la violencia doméstica. La explicación es obvia: en España se fomenta el racismo comparativo según el cual los europeos del Este y los latinoamericanos estarían más próximos culturalmente (en realidad, racialmente) y los subsaharianos serían menos “conflictivos”, quizás porque la inmigración se ve como un fenómeno casi exclusivamente marroquí y es, por tanto, esta cultura la que debe ser demonizada.
Lo mismo sucede en el plano internacional. No deja de ser llamativo que en 2003 se concediera el Premio Nobel de la Paz a la iraní Shirín Ebadí por su defensa de los niños y las mujeres: antes sólo habían recibido el galardón otras 10 mujeres y otras 2 personas musulmanas. Más sorprendente todavía –aunque más anecdótico—resulta que el número 1 de la lista de libros más vendidos del New York Times lo haya ocupado un libro de –por clasificarlo de algún modo— autobiografía y crítica literaria, una temática no muy típica de los bestsellers, escrito además por una mujer del Tercer Mundo: Reading Lolita in Tehran, de Azar Nafisi. La portada de la edición de Random House está oportunamente ilustrada por dos jóvenes con chador, la breve biografía de la autora incluye el dato de que fue expulsada de la Universidad de Teherán por negarse a llevar el velo y la autora repite tres veces en las cuatro primeras páginas que lo primero que hacían las chicas que se reunían en su casa a leer libros anglosajones prohibidos era quitarse el velo.
Sin embargo, un repaso a la situación de la mujer en el llamado Tercer Mundo nos indica que, desafortunadamente, la cultura islámica no es la única que oprime a las mujeres. En China y en gran parte del sur de Asia se practica el aborto sexoselectivo, cuando no el infanticidio de niñas,[8] en la India todavía se producen casos de sati, un “rito” por el cual la viuda es obligada al suicidio en una pira funeraria, la mutilación genital se practica también en países africanos con otras religiones (incluidas la copta, la cristiana, la judía y diversas religiones animistas), mientras que no se practica en los países musulmanes más fundamentalistas, como Arabia Saudí o Irán. Estos casos aparecen de vez en cuando en la prensa, pero no concitan ni de lejos la misma atención que los que afectan a las musulmanas. También en este caso la explicación es obvia: en el mundo post-11-S la cultura islámica se ha convertido en el nuevo emblema del mal, y al choque global de civilizaciones profetizado –y alimentado—por Samuel Huntington se ha añadido el más específico “choque sexual de civilizaciones”, según el título del número de agosto-septiembre de 2004 de la edición española de la revista Foreign Policy. Durante cinco años el régimen talibán oprimió a las mujeres afganas hasta niveles impensables –obligación de llevar el burka, prohibición de trabajar, estudiar e incluso acudir al médico— sin que nadie en Occidente (salvo algunas voces feministas aisladas) prestaran atención. Es más: se produjo un clamor mucho más estruendoso ante la destrucción de las estatuas milenarias de Buda que ante la destrucción diaria de las mujeres de carne y hueso. El drama de las mujeres afganas sólo adquirió notoriedad cuando Bush necesitó una excusa adicional (aparte de Bin Laden) para masacrar el país. Repentinamente las mujeres empezaron a ser importantes, repentinamente se convirtió en imperiosa obligación moral liberarlas del yugo de los “fanáticos” islámicos. Como señala Higinio Polo:
En [1998], el diseño estratégico de Washington considera aceptable dejar el país en manos de los talibán, mientras éstos aseguren la pacificación del territorio y acepten facilitar el trabajo de las grandes corporaciones energéticas norteamericanas. Estados Unidos sacrifica así, en el altar del petróleo, a decenas de miles de mujeres afganas. Después, cuando las relaciones con los talibán se deterioren, su hipocresía llegará tan lejos que utilizará la terrible situación de las mujeres en Afganistán como una de las justificaciones de su intervención militar. (2004: 40)

El resultado: 10.000 civiles muertos (como mínimo) y un nuevo régimen en el que, según la activista Sahar Sabaa, el 80% de las mujeres sigue vistiendo el burka (EP, 2-xii-03). Como muestra de los “avances” del país, en noviembre de 2003 se difundió en todos los medios de comunicación globalizados que en el concurso de Miss Mundo participaría una Miss Afganistán. Sin embargo, aparte de que en realidad residía en EE.UU., las autoridades políticas y religiosas afganas condenaron su participación, lo que demuestra que no han sido tantos los “avances”... suponiendo que puedan considerarse como tales –y con ello vuelvo al principio de mi ensayo—la participación en concursos de belleza.

Bibliografía

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[1] Finalmente, a raíz de los violentos disturbios desatados en Nigeria en protesta por un artículo de prensa donde se señalaba que el propio Mahoma habría elegido a una miss para casarse, los cuales causaron cerca de 200 muertos, el concurso fue trasladado a Londres.
[2] No hablaré aquí de la utilización directa del cuerpo femenino en las guerras, por ejemplo, las violaciones masivas de que han sido objeto las mujeres en los conflictos de Bosnia, Sierra Leona, Argelia o, más recientemente, Sudán. Como señala un informe de la ONG International Alert: “Sus cuerpos han sido el campo de batalla. Cuando la mujer representa el honor de una comunidad, la violación y los embarazos son un modo de destruirla. Las mujeres han sido consideradas el trofeo de guerra de los vencedores” (cit. en Alborch, 2002: 277).

[3] El mismo uso del término suele conllevar una gran confusión, ya que se suele hablar genéricamente de “velo” incluso cuando, como en el caso del hijab, se trata de un mero pañuelo.
[4] Irónicamente, al mismo tiempo que figuras cercanas al gobierno del PP como Múgica rechazaban la diferencia cultural que conlleva el uso del hijab, en la Cumbre de la Tierra de Johannesburgo de 2002 la delegación española propuso, en el apartado dedicado a la salud reproductiva de las mujeres, incrementar el acceso a la salud “en conformidad con las leyes nacionales y los valores culturales y religiosos”. Varias delegaciones nacionales y ONG intentaron sustituir la alusión a los valores culturales y religiosos por “los derechos humanos y las libertades fundamentales”, pero sólo consiguieron una mínima matización, “en conformidad con los derechos humanos y los valores culturales y religiosos”. ¿Se trata de una contradicción? No necesariamente. Entre los partidarios de la formulación española se hallaban EE.UU. y el G77, un grupo de países en desarrollo que incluye a la mayoría de los países árabes y latinoamericanos, es decir, a los países de religión musulmana pero también –y esto es lo fundamental—de religión católica (EP, 19-ix-02).

[5] La obsesión con el hijab se observa también en el hecho de que recientemente la Unión Europea haya impuesto un nuevo modelo de visado para los países del Tercer Mundo, en el cual, aunque las mujeres pueden llevar el hijab en la fotografía, deben quedar visibles el pelo y los lóbulos de las orejas, lo cual resulta ofensivo para algunas mujeres.
[6] El hecho de que la mayoría de mis referencias a la prensa estén tomadas de El País no pretende sugerir que este periódico sea particularmente xenófobo. Más bien al contrario: el hecho de que este tipo de discurso aparezca tan flagrantemente en un periódico considerado progresista muestra el enorme arraigo que está alcanzando en España.
[7] Mientras escribo esto, me entero, con asombro, de que un juez ha absuelto a un hombre acusado de malos tratos por cometerlos sólo “en el ámbito familiar” (EP, 28-vii-04).
[8] Las estadísticas que ofrece Amartya Sen son reveladoras: “Comparada con la proporción biológica, presente en casi todo el mundo, de 95 niñas por cada 100 niños que nacen, la proporción en Taiwan y Singapur es de 92, la de Corea del Sur baja a 88, y la de China es de apenas 86” (2002: 48).

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