El cuerpo femenino como encrucijada de los caminos de la globalización
Cansada de pasarme las últimas semanas leyendo sobre, rebatiendo, concordando con y reflexionando sobre el Tema del Verano... No: no la falta de gobierno decente en España, ni la horrible situación de l@s refugiad@s en Grecia y Turquía, ni la guerra de Siria, ni los bombardeos de EEUU sobre colegios de Yemen... Sino el famoso burkini que visten un puñado de mujeres en Francia, copio aquí un fragmento de un artículo que escribí en 2004 y que, lamentablemente, sigue siendo de actualidad.
(El artículo se publicó en el volumen Rebeldes y terrestres:Propuestas de cambio y subversión, eds. Amado Láscar y Jesús Sepúlveda [Santiago de Chile: Mosquito Comunicaciones, 2008].)
(El artículo se publicó en el volumen Rebeldes y terrestres:Propuestas de cambio y subversión, eds. Amado Láscar y Jesús Sepúlveda [Santiago de Chile: Mosquito Comunicaciones, 2008].)
El 30 de
noviembre de 2002 estaba previsto que se celebrase en Nigeria el concurso de
Miss Mundo. En protesta por la condena de Amina Lawal a morir lapidada por
adulterio, varias misses anunciaron que no participarán. Otras, incluida
la representante de Nigeria, opinaron que resultaría más efectivo participar en
el concurso y aprovechar la repercusión internacional del evento, que se
retransmitiría por televisión a más de 140 países, para dar publicidad al caso
de Lawal haciendo una declaración conjunta... y, de paso, enfurecer a los
integristas religiosos con el despliegue de cuerpos. En España, las
parlamentarias de la
Comisión Mixta de Derechos de la Mujer del Parlamento se
unieron (casi por única vez) para redactar un comunicado conjunto instando al
comité organizador de Miss España a boicotear el concurso, recomendación que el
comité decidió acatar.[1]
¿Gestos loables? Sin duda... Pero también paradójicos, reveladores de las
insólitas encrucijadas en que se han convertido los cuerpos femeninos en
nuestro mundo globalizado. Jóvenes de diversas partes del mundo que
emblematizan, con su título de miss, la objetificación más crasa de la
mujer, convertidas en abanderadas de los derechos de la mujer. Diputadas –las
del Partido Popular español—, cómplices de su partido en la represión de la
libertad sexual de la mujer española (con su oposición al aborto libre) y, casi
podríamos decir, de su integridad física (con su oposición a una ley integral
contra la violencia de género), uniéndose a sus compañeras de otros partidos
para defender a una pobre mujer analfabeta de un lejano país. ¿Progresismo,
sensacionalismo o racismo puro y simple?
Según
han señalado teóricas como Nira Yuval-Davis y Floya Anthias, las mujeres han
desempeñado tradicionalmente el papel de “madres de la nación”, reproductoras
de las fronteras de los grupos étnicos y/o nacionales, transmisoras de la
cultura y significantes privilegiados de la diferencia nacional (Kandiyoti,
1994: 376-77), y en los discursos nacionalistas de los países colonizados han
sido representadas alternativamente como víctimas del atraso social, iconos de
la modernidad o portadoras privilegiadas de la autenticidad cultural
(Kandiyoti, 1994: 378). Es decir, sobre sus hombros ha recaído la
responsabilidad “moral” de construir o salvaguardar la nación o la comunidad,
aun cuando en la práctica no hayan tenido ningún poder real para hacerlo.
Y sigue recayendo. En nuestro
mundo actual, el cuerpo de la mujer parece haberse convertido en uno de los
campos de batalla[2] donde se libran los conflictos
de la globalización y el neoliberalismo salvaje, así como las guerras
culturales entre el Norte y el Sur. Un
lugar simbólico, pero a menudo también un lugar físico sobre el que se ejerce
la violencia de dichos conflictos. En este ensayo abordaré algunas de las
manifestaciones, divergentes y hasta contradictorias, de este fenómeno. Así,
por un lado, en los países del Norte se sacrifica el cuerpo de sus mujeres a la
labor reproductiva (incitaciones constantes a la maternidad en nombre del
sostenimiento de la población y, concomitantemente, de los sistemas de la Seguridad Social )
y a los cánones de la estética (anorexia, bulimia, cirugía plástica). Y por el
otro, se invoca la defensa de la libertad del cuerpo de las mujeres del Sur
para justificar actitudes xenófobas y racistas hacia los inmigrantes (el
“atraso” de los musulmanes manifestado en el uso del hijab o, de manera
más dramática, en la mutilación genital), o masacres como la de EE.UU. en
Afganistán.
[...]
El creciente desequilibrio demográfico entre los países occidentales y los
del llamado Tercer Mundo (donde se mantienen elevados índices de natalidad), y
dentro de Occidente, entre los europeos y los inmigrantes, amenaza el poder de
los primeros. Por eso, no existe contradicción entre las campañas de fomento de
la natalidad dentro de los países occidentales y las campañas de planificación
familiar que éstos organizan en los “otros” países a través de ONG e
instituciones dependientes de la
ONU. En última instancia, pues, se sigue considerando a las
mujeres como “reproductoras y soportes de la nación”. Las mujeres siguen
siendo, en palabras de Jone Hernández García, “presionadas por las
colectividades a las que pertenecen ‘invitándolas’ a reducir o aumentar el
número de sus hijos, o incitándolas a contribuir en la conservación,
perpetuación, etc., de una determinada raza” (1999: 116-17).
En España se ha registrado desde el año 2000 un
importante crecimiento de la población, pero el aumento se debe casi
exclusivamente a la afluencia de inmigrantes: del aumento total de 879.170
habitantes en el año 2002, 694.651 fueron nuevos inmigrantes (EP,
29-i-04). También ha aumentado el índice de natalidad global, pero también en
gran medida gracias a la inmigración, puesto que el índice de natalidad de las
españolas se mantiene estable: el 10% de los 416.518 bebés nacidos en 2002 eran
hijos de mujeres inmigrantes, cuya fecundidad es el doble de la de las
españolas, si se toma en cuenta que la población extranjera representa
aproximadamente el 5% de la población (EP, 18-vi-03). Pese al evidente
beneficio demográfico que aporta, pues, la inmigración, Sami Nair alerta contra
el peligro inherente a ello: “Concebir a los emigrantes como mera mercancía que
se compra en un mercado demográfico mundial, llevará irremediablemente a
catástrofes permanentes en cuestión de integración; a abrir heridas en el
sufrimiento [sic] de identidad y, en definitiva, a convertir al emigrante en
chivo expiatorio” (2000: 38).
[...]
Con esto enlazo con la otra vertiente del tema de mi ensayo: la conversión
del cuerpo de la mujer extranjera, generalmente inmigrante, en un emblema que
sirve para desplazar la atención de los verdaderos conflictos sociales y
políticos que se prefiere eludir, y para justificar actitudes racistas y
xenófobas. En España, que hasta hace apenas 30 años era un país de emigrantes,
se asiste en los últimos años a una creciente ola de racismo ante la llegada
masiva de inmigrantes. Raro es el día en que la prensa no informa de una nueva
“avalancha” de inmigrantes irregulares, con especial énfasis en el número de
mujeres embarazadas presentes en la expedición. Los principales “argumentos”
esgrimidos como legitimación de la xenofobia son muy diversos y cobran mayor o
menor protagonismo en distintos momentos. Así, en una época el gobierno del PP puso
en circulación unas estadísticas, claramente tergiversadas, según las cuales la
inmensa mayoría de los delitos serían cometidos por inmigrantes, y abundaban
las encuestas que, gracias al sesgo en la formulación de las preguntas (“¿Está
usted muy, bastante, poco o nada de acuerdo con que hoy en día en España,
existe una relación entre inseguridad ciudadana e inmigración”, se preguntaba
en el Barómetro de junio de 2002 del CIS), conseguían que una amplia mayoría
concordase con la idea de que la inmigración provoca delincuencia.
Este argumento sigue vigente. Un estudio publicado en el número de
diciembre de 2003 de la revista Papeles de Economía señala que el 43% de
los españoles encuestados opina que la inmigración influye en una mayor
inseguridad ciudadana (cit. en EP, 22-i-04) y los medios de comunicación
siguen informando puntualmente de “ajustes de cuentas” y “reyertas” –obsérvense
las connotaciones negativas de estos términos—entre inmigrantes. Sin embargo,
ahora el énfasis se ha desplazado, por un lado, a la conexión entre los
inmigrantes musulmanes y el terrorismo, sobre todo a raíz de los atentados del
11-M, y, por el otro, a la opresión de la mujer por parte de las culturas
Otras, lo que demuestra su “inferioridad” y la concomitante urgencia de que se
“integren” –es decir, asimilen—en la sociedad de acogida. Ello tampoco es
nuevo. Ya en el siglo XIX los discursos “orientalistas” justificaban la
colonización europea de medio mundo invocando el trato “salvaje” que recibían
las mujeres en unas culturas a las que se hacía, por tanto, imprescindible
“civilizar” (Kandiyoti, 1994: 378-79). Se trata de la secular –y
eurocéntrica—dicotomía entre lo tradicional y lo moderno, que sitúa a Occidente
como emblema (positivo) de lo segundo, trasladada ahora al ámbito de las
migraciones. Como señala Virginia Maquieira d’Angelo: “Esta interpretación
otorgaría a la sociedad receptora el papel de motor de cambio que opera sobre
las poblaciones migrantes provenientes de un mundo rural, tradicional y
portadoras de un sistema de valores arcaico y desigualitario” (1998: 13).
Y cuando de la opresión de las
mujeres del Sur se trata, existe un símbolo sobre el que han llovido en los
últimos años ríos de tinta en España, Francia y otros países: el famoso “velo”
de las mujeres musulmanas, que, como bien señala María Dolores Masana (aunque
luego ella misma le dedique una obsesiva atención a lo largo de su libro Las
princesas musulmanas), es la parte más “folclórica” de la opresión femenina
en el mundo islámico (2004: 105). En España en 2002 se prohibió a Fátima
Elidrisi, una niña marroquí de 13 años, asistir a un colegio concertado
(colegio religioso subvencionado por el Estado) vistiendo el hijab; la
justificación de la directora del colegio fue que se trata de “un símbolo de
sumisión” que degrada a las mujeres. Su decisión fue apoyada por la Red de Organizaciones
Feministas contra la
Violencia de Género y por el Defensor del Pueblo, Enrique
Múgica, quien señaló: “Cualquier expresión de una cultura en que se considera
natural la desigualdad, la presión sobre la mujer, la conversión del padre de
familia en un déspota, rompe los criterios igualitarios que deben imponerse en
la sociedad española” (EP, 20-ii-02). Pero, como se pregunta Claude
Malary: “¿hasta qué punto dicha prohibición se basa en una postura
auténticamente progresista de defensa de la mujer . . . y hasta qué punto se
trata de un mero rechazo de lo diferente por serlo?” (2004: 192). ¿O de una
estrategia para ocultar otros problemas políticos y sociales? Como señaló Luis García
Montero:
El debate sobre la educación de Fátima, la niña marroquí
que lleva la cabeza cubierta con un pañuelo, ha dado pie para opinar sobre la
dignidad de las mujeres, la cultura islámica, el machismo, la ablación, la
tolerancia; y tanto ruido de periódicos y radios no ha supuesto una verdadera
defensa de la dignidad de las mujeres, sino la ocultación real del problema: el
extraño privilegio de los colegios concertados, que reciben dinero público,
pero se consideran con derecho a ejercer una enseñanza de intereses privados.
Mientras muchos colegios públicos se están convirtiendo en ghettos para
inmigrantes, los colegios privados y concertados quieren mantener la pureza
étnica. La discusión del pañuelo de Fátima hace ruido sobre la dignidad de la
mujer para ocultar la liquidación paulatina de la enseñanza pública en España.
(EP, 8-xi-02)
Por otra parte, ¿hasta qué punto el uso del hijab[3]
por parte de una mujer musulmana en Europa representa un símbolo de
sumisión al patriarcado y hasta qué punto puede verse como símbolo de
afirmación cultural en un entorno xenófobo y hostil, sobre todo si tomamos en
cuenta que, como señalé antes, la responsabilidad de la reproducción de la
propia cultura suele recaer sobre las mujeres? De hecho, el III Congreso de Mujeres
Musulmanas celebrado en Córdoba en marzo de 2002, el cual defendió, entre otras
cosas, el derecho a la planificación familiar y el aborto como perfectamente
compatibles con el Corán, no condenó el uso del hijab, señalando que es
“una expresión voluntaria del derecho fundamental a la propia imagen” (EP,
4-iii-02). Por su parte, Malika Abdelaziz, la encargada de temas educativos de la Asociación de
Trabajadores Inmigrantes Marroquíes en España (ATIME) observó que “Es una
lástima que toda la cuestión se esté centrando en hiyab sí o hiyab no.
Al final, lo único que provocan estas discusiones es una polarización entre los
islamófobos y los integristas”. Cuando la realidad es, según la misma portavoz,
que esta prenda recoge una multiplicidad de significaciones dependiendo del
contexto, de tal manera que incluso algunas feministas del Magreb la usan “como
muestra de la conquista del espacio público de las mujeres” (EP, 16-ii-02).[4]
Los mismos argumentos a favor y
en contra del uso del hijab se multiplicaron a raíz de la polémica
decisión del gobierno francés, a finales de 2003, de prohibir, en nombre del
laicismo, el uso de símbolos religiosos ostentosos en los colegios públicos,
entendiéndose por tales símbolos “ostentosos” el hijab musulmán o la kipá
judía, pero no, por ejemplo, los crucifijos o medallas católicas colgados
al cuello. La ley dio lugar a una encendida polémica en Francia, de la que a su
vez se hizo amplio eco la prensa española. Que la cuestión del “velo” es más
una cuestión racista que laicista lo demuestra el siguiente comentario del
inefable Mario Vargas Llosa, donde llega a equiparar el uso del “velo” con el
terrorismo: “Las niñas a las que sus familias y comunidades envían ornadas del
velo islámico a las escuelas públicas de Francia son algo más de lo que a
simple vista parecen; es decir, son la avanzadilla de una campaña emprendida
por los sectores más militantes del integrismo musulmán en Francia” (EP,
22-vi-03). Y aunque la ley ha sido apoyada en Francia por el movimiento de
mujeres magrebíes Ni Putes ni Soumises, muchas otras mujeres musulmanas –y
feministas—se oponen a ella. Por ejemplo, Irene Khan, secretaria general de
Amnistía Internacional y bangladesí, opina que la ley constituye una violación
de los derechos humanos:
Lo que vemos es que el cuerpo de la mujer se utiliza de
una forma muy política, para poner asuntos políticos sobre la mesa. La posición
de AI se sitúa desde la perspectiva de los derechos humanos. Y desde esa
perspectiva, la cuestión del velo suscita cuestiones de libertad de expresión y
de libertad religiosa. Y una mujer debe ser libre de elegir si lleva el velo o
no . . . . Creemos que una mujer no debe ser obligada a no llevar el velo. Como
tampoco obligada a llevarlo. (EP-Domingo, 14-iii-04)
También, con anterioridad, feministas marroquíes como
Hayat Dinia, presidenta de la asociación Le Féminin au Pluriel, se habían
pronunciado en contra de la demonización del velo, por considerar “el binomio
islam-velo . . . un discurso reduccionista, herencia involuntaria del colonialismo
europeo”, tal como había señalado en su momento Frantz Fanon (EP-Domingo,
4-viii-02). Por su parte, la escritora marroquí Fátima Mernissi opina que el
uso del “velo” es sólo una manifestación “teatral” del islam, y establece una
interesante (aunque debatible) interpretación comparativa de la opresión
femenina en los mundos occidental e islámico, según la cual en el primero el
hombre excluye a las mujeres en el tiempo, mientras que en el segundo las
excluye en el espacio: “El hombre occidental hace servir las imágenes para
congelar la belleza femenina y obliga a las mujeres a considerar el
envejecimiento . . . como una degradación vergonzosa . . . Este velo
occidental, definido por el tiempo, es aún más delirante que el velo impuesto
por los ayatolás, definido por el espacio” (cit. en Masana, 2004: 76).
Quienes se oponen a la ley
francesa argumentan que es igual de ilegítimo obligar a la mujer a llevar esa
prenda como prohibírselo, y que esto incluso puede ser contraproducente, ya
que, como señala Andrés Ortega, “el velo se puede convertir en un signo de
resistencia política y social ante la cultura local” (EP, 29-xii-03).
Ello explica quizás que una figura tan poco sospechosa de progresismo, como
el Ministro del Interior italiano, Giuseppe Pisanu, apruebe su uso: “El velo
islámico, llevado dignamente y sin ostentaciones [?], es sólo el símbolo inocuo
de una identidad cultural y religiosa y hay que respetarlo”, señaló al defender
la reincorporación al trabajo de una empleada de guardería despedida por usar el
hijab, con el argumento de que “asustaba a los niños” (EP-Domingo,
28-iii-04).[5]
De alguna manera, con este tipo de debates se crea una espiral perversa: la
occidentalización forzosa alimenta el integrismo religioso, lo que a su vez
oprime cada vez más a las mujeres. Muestra de ello es que el número de mujeres
turcas que lleva el hijab es considerablemente superior entre las
inmigrantes que viven en Alemania que en la propia Turquía.
Volviendo a España, el
sensacionalismo en torno al caso de la niña Fátima, al que se dedicó enorme
atención periodística durante varios días, se observa también en relación con
otras cuestiones que afectan a las mujeres inmigrantes. Así, se habla a menudo
de los matrimonios forzosos de las jóvenes marroquíes. Por ejemplo, un artículo
de El País (17-iii-02) proclamaba en el titular: “Niñas inmigrantes son
casadas a la fuerza”, pese a que varios de los entrevistados en el texto
enfatizaban que se trataba de casos aislados.[6]
O se enfatizan los sufrimientos que el tabú de la virginidad causa a las
musulmanas. Un reciente artículo de Empar Moliner en el El País, que lleva por
título “El himen de Kadisha” y por subtítulo “Relato de una marroquí que ha
perdido la virginidad”, cuenta el caso de una joven aterrada ante la
perspectiva de que su novio la abandone al descubrir que no es virgen
(4-vii-04), cuando en realidad no hay que “viajar” al mundo musulmán para
encontrar actitudes similares: por las mismas fechas, un joven español de 18
años mató a golpes a su novia de 15 al descubrir que había mantenido relaciones
sexuales con anterioridad. De modo análogo, la película Las hijas de
Mohammed, de Silvia Munt (2003), directora por otra parte muy sensibilizada
ante la problemática del mundo islámico (es una de las pocas voces que se
siguen haciendo eco de la tragedia del pueblo saharaui), muestra también esta
obsesión con la opresión de las mujeres musulmanas: el marido de la
coprotagonista no permite que a su mujer la atienda un ginecólogo masculino
durante el parto, y más tarde la repudia por tener sólo niñas (el título hace
referencia tanto al nombre del marido como al profeta Mahoma, quien,
irónicamente, sólo tuvo hijas).
Íntimamente relacionado con lo anterior, se halla la condena generalizada
de la mutilación genital, que a menudo cobra tintes sensacionalistas. Ojo,
con esto no pretendo justificar la mutilación genital, ni ninguna de las otras
prácticas opresivas que he señalado (la obligación de cubrirse la cabeza, los
matrimonios forzosos, la exigencia de la virginidad o la procreación forzosa de
varones) en nombre de un cómodo relativismo cultural. Como mujer y como
feminista, me opongo firmemente a dichas prácticas. Lo que me parece
cuestionable es su utilización como pretexto para demonizar a las culturas “otras”. También me parece cuestionable el modo en que pretende resolverse
problemas como el de la mutilación genital. Porque, ¿hasta qué punto es
legítimo condenar, como se ha intentado hacer en Cataluña, a inmigrantes
residentes en España por cometer en otro país acciones que allí no se
consideran delito? ¿Y hasta qué punto es justo condenar individualmente a los
padres y, sobre todo, a las madres, que por lo general han sido también
víctimas de esta salvaje práctica, por acciones hondamente arraigadas en su
sociedad? ¿No sería más sensato, y más productivo a largo plazo, una
intervención de tipo educativo?
Nótese que casi todos los ejemplos citados, tanto a nivel español como
internacional–la lapidación de Amina Lawal, el uso del hijab, los
matrimonios concertados, la mutilación genital—, se asocian a la cultura
islámica. En agosto de 2002 El País publicó
una serie de cuatro reportajes sobre mujeres inmigrantes. Los
dedicados a las polacas de Alcalá de Henares y a las ecuatorianas de Lorca
(Murcia) no mencionaban para nada su posible opresión como mujeres. En
contraste, el dedicado a las paquistaníes del barrio barcelonés del Raval
llevaba por título “De Pakistán a Barcelona sin salir de casa” (17-viii-02) y
estaba dedicado casi íntegramente a su terrible situación de encierro, mientras
que el dedicado a las marroquíes de Málaga hablaba obsesivamente de la
vestimenta y el aspecto de las mujeres entrevistadas: “Unas se decantan por la
chilaba, otras por los vaqueros. Con cualquiera de estas vestimentas, las hay
que prefieren cubrirse la cabeza con el pañuelo, o hiyab. Y las hay que lucen la melena y hasta se la tiñen”, “Se casó por voluntad
propia . . . optó por divorciarse . . . al fin tenía libertad para sombrearse
los ojos y colorearse los labios”, “esta bióloga de 29 años que viste chilaba y
hiyab” (19-viii-02). Al mismo tiempo, resulta curioso que en un país
como España, donde en 2003 murieron más de 70 mujeres asesinadas por sus
parejas o ex parejas, muchos de los cuales recibirán penas mínimas de cárcel,
cuando no absolutorias,[7] se haya procesado y
condenado al imam de Fuengirola, Mohamed Kamal Mostafa, a 15 meses de prisión y
2.160 euros de multa por publicar un libro, La mujer en el Islam, en el
que se hacía apología de la violencia doméstica. La explicación es obvia: en
España se fomenta el racismo comparativo según el cual los europeos del Este y
los latinoamericanos estarían más próximos culturalmente (en realidad,
racialmente) y los subsaharianos serían menos “conflictivos”, quizás porque la
inmigración se ve como un fenómeno casi exclusivamente marroquí y es, por
tanto, esta cultura la que debe ser demonizada.
Lo mismo sucede en el plano internacional. No deja de ser llamativo que en
2003 se concediera el Premio Nobel de la
Paz a la iraní Shirín Ebadí por su defensa de los niños y las
mujeres: antes sólo habían recibido el galardón otras 10 mujeres y otras 2
personas musulmanas. Más sorprendente todavía –aunque más anecdótico—resulta
que el número 1 de la lista de libros más vendidos del New York Times lo
haya ocupado un libro de –por clasificarlo de algún modo— autobiografía y
crítica literaria, una temática no muy típica de los bestsellers,
escrito además por una mujer del Tercer Mundo: Reading Lolita in Tehran,
de Azar Nafisi. La portada de la edición de Random House está oportunamente
ilustrada por dos jóvenes con chador, la breve biografía de la autora
incluye el dato de que fue expulsada de la Universidad de Teherán
por negarse a llevar el velo y la autora repite tres veces en las cuatro
primeras páginas que lo primero que hacían las chicas que se reunían en su casa
a leer libros anglosajones prohibidos era quitarse el velo.
Sin embargo, un repaso a la situación de la mujer en el llamado Tercer
Mundo nos indica que, desafortunadamente, la cultura islámica no es la única
que oprime a las mujeres. En China y en gran parte del sur de Asia se practica
el aborto sexoselectivo, cuando no el infanticidio de niñas,[8] en la India
todavía se producen casos de sati, un “rito” por el cual la viuda es
obligada al suicidio en una pira funeraria, la mutilación genital se practica
también en países africanos con otras religiones (incluidas la copta, la
cristiana, la judía y diversas religiones animistas), mientras que no se
practica en los países musulmanes más fundamentalistas, como Arabia Saudí o
Irán. Estos casos aparecen de vez en cuando en la prensa, pero no concitan ni
de lejos la misma atención que los que afectan a las musulmanas. También en
este caso la explicación es obvia: en el mundo post-11-S la cultura islámica se
ha convertido en el nuevo emblema del mal, y al choque global de civilizaciones
profetizado –y alimentado—por Samuel Huntington se ha añadido el más específico
“choque sexual de civilizaciones”, según el título del número de
agosto-septiembre de 2004 de la edición española de la revista Foreign
Policy. Durante cinco años el régimen talibán oprimió a las mujeres afganas
hasta niveles impensables –obligación de llevar el burka, prohibición de
trabajar, estudiar e incluso acudir al médico— sin que nadie en Occidente (salvo
algunas voces feministas aisladas) prestaran atención. Es más: se produjo un
clamor mucho más estruendoso ante la destrucción de las estatuas milenarias de
Buda que ante la destrucción diaria de las mujeres de carne y hueso. El drama
de las mujeres afganas sólo adquirió notoriedad cuando Bush necesitó una excusa
adicional (aparte de Bin Laden) para masacrar el país. Repentinamente
las mujeres empezaron a ser importantes, repentinamente se convirtió en
imperiosa obligación moral liberarlas del yugo de los “fanáticos” islámicos. Como señala Higinio Polo:
En [1998], el diseño
estratégico de Washington considera aceptable dejar el país en manos de los
talibán, mientras éstos aseguren la pacificación del territorio y acepten
facilitar el trabajo de las grandes corporaciones energéticas norteamericanas.
Estados Unidos sacrifica así, en el altar del petróleo, a decenas de miles de
mujeres afganas. Después, cuando las relaciones con los talibán se deterioren,
su hipocresía llegará tan lejos que utilizará la terrible situación de las
mujeres en Afganistán como una de las justificaciones de su intervención
militar. (2004: 40)
El resultado: 10.000 civiles muertos (como mínimo) y un nuevo régimen en el
que, según la activista Sahar Sabaa, el 80% de las mujeres sigue vistiendo el burka
(EP, 2-xii-03). Como muestra de los “avances” del país, en noviembre
de 2003 se difundió en todos los medios de comunicación globalizados que en el
concurso de Miss Mundo participaría una Miss Afganistán. Sin embargo, aparte de
que en realidad residía en EE.UU., las autoridades políticas y religiosas
afganas condenaron su participación, lo que demuestra que no han sido tantos
los “avances”... suponiendo que puedan considerarse como tales –y con ello
vuelvo al principio de mi ensayo—la participación en concursos de belleza.
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[1] Finalmente, a raíz de los violentos disturbios
desatados en Nigeria en protesta por un artículo de prensa donde se señalaba
que el propio Mahoma habría elegido a una miss para casarse, los cuales
causaron cerca de 200 muertos, el concurso fue trasladado a Londres.
[2] No hablaré
aquí de la utilización directa del cuerpo femenino en las guerras, por ejemplo,
las violaciones masivas de que han sido objeto las mujeres en los conflictos de
Bosnia, Sierra Leona, Argelia o, más recientemente, Sudán. Como señala un
informe de la ONG
International Alert: “Sus cuerpos han sido el campo de
batalla. Cuando la mujer representa el honor de una comunidad, la violación y
los embarazos son un modo de destruirla. Las mujeres han sido consideradas el
trofeo de guerra de los vencedores” (cit. en Alborch, 2002: 277).
[3] El mismo uso del término suele conllevar una gran
confusión, ya que se suele hablar genéricamente de “velo” incluso cuando, como
en el caso del hijab, se trata de un mero pañuelo.
[4] Irónicamente,
al mismo tiempo que figuras cercanas al gobierno del PP como Múgica rechazaban
la diferencia cultural que conlleva el uso del hijab, en la Cumbre de la Tierra de Johannesburgo de
2002 la delegación española propuso, en el apartado dedicado a la salud
reproductiva de las mujeres, incrementar el acceso a la salud “en conformidad
con las leyes nacionales y los valores culturales y religiosos”. Varias
delegaciones nacionales y ONG intentaron sustituir la alusión a los valores
culturales y religiosos por “los derechos humanos y las libertades fundamentales”,
pero sólo consiguieron una mínima matización, “en conformidad con los derechos
humanos y los valores culturales y religiosos”. ¿Se trata de una contradicción?
No necesariamente. Entre los partidarios de la formulación española se hallaban
EE.UU. y el G77, un grupo de países en desarrollo que incluye a la mayoría de
los países árabes y latinoamericanos, es decir, a los países de religión
musulmana pero también –y esto es lo fundamental—de religión católica (EP,
19-ix-02).
[5] La obsesión
con el hijab se observa también en el hecho de que recientemente la Unión Europea haya
impuesto un nuevo modelo de visado para los países del Tercer Mundo, en el
cual, aunque las mujeres pueden llevar el hijab en la fotografía, deben
quedar visibles el pelo y los lóbulos de las orejas, lo cual resulta ofensivo
para algunas mujeres.
[6] El hecho de que la mayoría de mis referencias a
la prensa estén tomadas de El País no pretende sugerir que este
periódico sea particularmente xenófobo. Más bien al contrario: el hecho de que
este tipo de discurso aparezca tan flagrantemente en un periódico considerado
progresista muestra el enorme arraigo que está alcanzando en España.
[7] Mientras escribo esto, me entero, con asombro, de
que un juez ha absuelto a un hombre acusado de malos tratos por cometerlos sólo
“en el ámbito familiar” (EP, 28-vii-04).
[8] Las estadísticas que ofrece Amartya Sen son
reveladoras: “Comparada con la proporción biológica, presente en casi todo el
mundo, de 95 niñas por cada 100 niños que nacen, la proporción en Taiwan y
Singapur es de 92, la de Corea del Sur baja a 88, y la de China es de apenas 86” (2002: 48).
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