El «biacentismo»: ¿Una forma de bilingüismo o… simple complejo de inferioridad?
(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 15-03-2022)
Esta entrada me la suscitó un artículo de Mar Abad, cuyas columnas lingüísticas en elDiario.es sigo con deleite, titulado «El ‘biacentismo’: tan culto como el bilingüismo», donde defiende, con el humor que le es característico, el hecho de que algunas personas cambien de acento «en función de lo que ven [¿no sería ‘oyen‘?] alrededor«.
Personalmente, confieso que nunca he entendido ese fenómeno. Yo llevo cuarenta y dos años fuera de Canarias (salvo una estancia de tres no hace tanto) y nunca he perdido mi acento. En ese tiempo he vivido en EEUU (donde me relacionaba con hispanohablantes de distintos países), Sevilla, Madrid y, ahora, Alicante. Es posible que mi entonación se haya «contaminado» algo, pero nunca se me ha ocurrido pronunciar el fonema /θ/ (pa’ que nos entendamos, la ce y la zeta al uso peninsular normativo) ni la ese intervocálica sibilante, ni he dejado de aspirar la ese al final de sílaba, ni he usado nunca el pronombre vosotr@s. Por lo demás, se me han podido «pegar» palabras o expresiones, algunas con su acento correspondiente, pero para momentos puntuales.
Tal vez se deba a que pertenezco a ese grupo que Abad describe jocosamente (jocosa, aunque también un tanto despectivamente) así:
Algunos [y algunas, añado yo] llevan su acento como una denominación de origen, un sello lacrado, una identidad. No cambian el tono ni a gorrazos.
elDiario.es, 13 de febrero de 2022
O, se me ocurre, pensando en mi madre gallega y mi padre cubano, que tal vez sea algo genético. Mi madre emigró de Galicia en 1954 y, hasta 2013, cuando falleció, vivió en Venezuela, EEUU (relacionándose con hispanohablantes de diversos países) y Canarias, y nunca perdió el acento gallego. Lo tenía más «suavizado» que quienes siempre han vivido en Galicia y se le habían pegado modismos cubanos (por mi padre), pero su habla seguía siendo reconociblemente gallega. Por su parte, mi padre emigró de Cuba en 1960 y hasta 2011, cuando falleció, vivió en EEUU y Canarias, y lo mismo: su acento seguía siendo reconociblemente cubano. ¿Me han legado un gen testarudo, entonces?
Existe también, sin embargo, el «grupo» al que pertenece Abad:
Hay quien cree que cambiar de acento es un acto voluntario, pero, en realidad, la mayoría de las veces es un instinto camaleónico. Ni siquiera te das cuenta cuándo hablas con un acento y cuándo hablas con otro.
Ibid.
De hecho, yo tengo un amigo así. Cuando está conmigo, habla con su acento latinoamericano nativo (no hace falta especificar cuál en concreto)… y no sólo conmigo, sino con quien esté alrededor. En cambio, si lo llaman por teléfono, automáticamente pasa a pronunciar la ce y la zeta, y a hablar en segunda persona del plural… con lo cual me parece ―y no exagero― una persona distinta.
Mar Abad compara el «biacentismo» con el bilingüismo y los cambios entre acentos con el code switching entre lenguas, pero para mí no tienen nada que ver. Las palabras expresan conceptos o emociones, y no siempre hay equivalencias exactas entre las lenguas. Por eso es común que las personas bilingües recurramos a «la otra» lengua para marcar el matiz exacto. (En algún futuro escribiré una entrada sobre las «carencias» que les encuentro, según el caso, al castellano y al inglés. Y, de hecho, aunque no me considero trilingüe [mi dominio del francés no es tan perfecto como desearía], a veces también recurro, al menos en mi cabeza, a palabras en francés, como, por ejemplo, cuando me siento bouleversée o estoy ante una vista époustouflante.) También es común que, en contextos bilingües (como EEUU), se hable automáticamente con distintas personas en una lengua o en la otra, incluso cuando conocen también las dos. A cambiar de acento, en cambio (valga la «rebuznancia»), sólo le veo sentido para reproducir interjecciones: si una dice «¡Híjole!», por fuerza tiene que ponerle acento mexicano .
Mar Abad habla de «camaleonismo» automático. Y sin embargo… Sin embargo, me pregunto si, más que un automatismo que poseen ciertas personas (y no otras «testarudas» como yo), no se trata de un complejo de inferioridad interiorizado (no es mi intención criticar a la autora en lo personal). Ya antes mencioné a mi amigo latinoamericano que vive en Madrid desde hace muchos años. Y resulta que el acento original de Abad es el andaluz. Y, ¿casualmente?, amb@s lo mutan a lo que en Canarias llamamos acento godo. (Aclaro que el término god@, que es peyorativo en referencia a personas [peninsulares], no lo es en referencia al acento: es sólo un modo de designar las características propias del castellano que se habla, simplificando mucho, al norte de Despeñaperros.) También conozco casos de personas canarias que, aun habiendo nacido en las islas, adoptaron desde pequeñas el «godo». Sin embargo, no conozco a ninguna peninsular que haya adoptado el acento canario como propio.
Y éste es, en mi opinión, el quid de la cuestión: el acento «godo» es en España el acento de prestigio, frente al andaluz, el canario y el «latinoamericano» (no es broma: he leído más de una vez, y más de dos, decir de alguien que tenía «acento latinoamericano», cuando existen al menos veinte acentos latinoamericanos distintos [al menos, porque no incluyo las variantes regionales al interior de cada país]). Porque éstos, pese a que engloban a más del noventa por ciento de la población hispanohablante, todavía se consideran «de segunda»: los dos primeros, porque se asocian a «incultura», y el/los tercero/s, más desprestigiado/s aún (salvo el porteño, que tiene un no-sé-qué de «sofisticación»), porque se asocia/n a las y los migrantes. De ahí las prisas por localizarnos siempre: «¿De dónde eres?», es la pregunta invariable que recibo cada vez que abro la boca en la Península. Y, según de quién provenga, percibo el suspiro de alivio: «Ah, bien, no eres sudaka» (de hecho, lo soy «a medias», por mi padre, pero mi acento no y es por eso por lo que preguntan). De alivio también para mí ―debo confesar― cuando vivía en Madrid y ello me abría la posibilidad de alquilar piso… cuando me creían, claro, que no siempre era el caso (de todas es sabido que el racismo está íntimamente asociado a la ignorancia). En Andalucía se están realizando campañas de autovaloración del propio acento, como muestra la imagen copiada arriba; en Canarias, todavía no, aunque la imagen de la derecha me parece muy sugerente.
🌐🌐 Lo dicho hasta aquí contribuye a explicar por qué en este país hay grandes actores y actrices (léase con ironía, plis) que se van a Hollywood e imitan cualquier acento «étnico» (así se designa en EEUU todo lo que no es WASP), y no sólo hispánico, que les echen y, sin embargo, no hay intérpretes que sepan imitar el andaluz o el canario. En el caso del andaluz, ello no supone un problema, porque hay suficientes intérpretes de origen andaluz que pueden encarnar a los personajes ídem. No así en el caso del canario: en la mayoría de las películas que se desarrollan en el archipiélago todo el mundo habla, inexplicablemente, «godo«. Un caso llamativo es la ―por demás excelente― película «La isla interior», de Dunia Ayaso y Félix Sabroso (que analizamos a fondo en mi ciclo de cine «Tres miradas femeninas sobre las relaciones padre-hija«), donde aparecen dos hermanas y un hermano que asumimos que se han criado en las islas, puesto que dos siguen viviendo allí, con o cerca de su madre francesa y su padre peninsular. Y, sin embargo, hablan godo. Y, lo peor, lo «justifican». Casi al principio, el hermano le dice al médico que atiende a su padre moribundo (cito de memoria): «Nosotros somos de la Península y nos vinimos a las Islas hace muchos años». Sólo faltó que dijese: «Y por eso hablamos godo». Una pena, porque es un trío fabuloso de intérpretes ―Candela Peña, Alberto San Juan y Cristina Marcos― y tal vez, con un poco de esfuerzo, habrían podido encajar mejor en el escenario de la peli. 🌐🌐
No he hablado de lo que sucede con el inglés en EEUU, y que posiblemente me daría para otra entrada, pero no hace sino confirmar lo que digo. También allí existen acentos más prestigiosos que otros y lo típico es que las personas anglohablantes sureñas mitiguen su acento en ambientes laborales de «prestigio» (aunque sigan viviendo en el sur) y que las afroamericanas y latinas (incluso, en el caso de estas últimas, las que no hablan castellano) eliminen los rasgos propios de su habla «étnica», es decir, se «blanqueen», para poder ascender en la escala social. E imagino que, cuando vuelven a sus entornos familiares, retoman el acento «reprimido».
(¿Continuará?)
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