«La Nena» de Carmen Mola, o cómo meter la ideología «queer» con calzador

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 16-09-2020)


No es ninguna novedad si afirmo que toda literatura es ideología: ya sea voluntaria o involuntariamente, explícita o implícitamente, toda obra artística transmite una visión del mundo y de la sociedad. Y, sin embargo, la literatura que lo hace de manera explícita ―que, en mi opinión, es la más honesta― suele tener mala prensa ―sobre todo por parte de quienes no comparten dicha ideología― y ser tildada de “panfletaria” o “propagandística”.

Y es cierto que hay un tipo de literatura política (digo política y no comprometida, porque para mí esta última sólo puede ser progresista y hay también literatura política reaccionaria) que podemos describir como “panfletaria”: aquella en la que el mensaje adquiere prioridad sobre la construcción artística y que, por ello mismo, suele ser maniquea, con personajes planos y arquetípicos: todos los de un grupo (político o social) son buenos-buenísimos, mientras que los del otro son malos-malísimos.

Y luego está la literatura que, sin ser “panfletaria”, es decir, maniquea y superficial, mete elementos ideológicos “con calzador”. Esto a menudo se traduce en “discursitos” que pronuncian los personajes y que no suenan “naturales” en el contexto de la obra, sino dirigidos en primer término al público lector. También pueden estar en boca de la voz narrativa, por ejemplo cuando en mitad de la narración introduce largas digresiones, o manifestarse en escenas sueltas sin relación con la trama cuyo único fin es transmitir el mensaje en cuestión.


Lo ilustraré con un ejemplo reciente que me ha “chirriado” especialmente: La Nena de Carmen Mola (aunque daré muchos detalles de la novela, prometo no destriparla). Ésta es la tercera de la trilogía superventas de esta misteriosa autora (no se conoce su identidad) y, personalmente, a nivel de la pura trama policial, la que más me gustó… Quizá también por eso me molestó más aún el nada disimulado esfuerzo por meter la ideología queer con calzador.

Declaro de entrada que discrepo absolutamente de las teorías transgénero, o queer. Es más: pienso que le están haciendo mucho daño al feminismo y, en connivencia, involuntaria o no, con el patriarcado más rancio, contribuyendo a borrar a las mujeres como sujeto histórico y político. Pero no fue por esto por lo que me molestó su inclusión o, al menos, por lo que estoy escribiendo sobre ella. Si la trama girase en torno a un personaje trans o “no binario”, podría entender el atracón de ideología queer. Pero no es el caso. De hecho, el tema central es la violación y, aunque ésta es inequívocamente condenada, no da lugar a “discursitos» explicativos.

El transgenerismo surge a cuenta del personaje de Reyes Rentero, una nueva agente que se incorpora a la Brigada de Análisis de Casos (BAC). Al principio (cap. 2) aparece vestida de hombre, con traje de tres piezas y corbata, y su apretón de manos es también “masculino” (la chica de la foto probablemente sea demasiado «femenina» para Reyes). Más adelante, la narradora habla de «la brusquedad de su traje masculino y su corte de pelo agresivo» (cap. 4). Y yo me pregunto: ¿Qué es un corte de pelo agresivo? Para mí lo sería una cabellera enredada con alambres de espino o con granadas colgando, por ejemplo. Pero no: el de Reyes es simplemente muy corto, con partes rasuradas. También resulta llamativo que la narradora diga:

Nadie ha hecho comentarios sobre su aspecto, aunque ninguno esté seguro de cómo comportarse. Si como lo haría con un hombre o como con una mujer.

La Nena, de Carmen Mola (Barcelona: Alfaguara, 2020), cap. 2.

A ver… Tal vez inconscientemente todas y todos nos comportemos de manera distinta ante hombres y mujeres; ahora bien, en un contexto laboral, entre colegas, no entiendo que nadie se lo plantee conscientemente (en una discoteca de ligoteo sí puedo entenderlo).

Esa tarde su compañero Orduño le dice que vestirse “con traje y corbata” puede no ser lo más adecuado para hablar con testigos y ella responde que no siempre se viste así (cap. 6). Y, en efecto: al día siguiente aparece con un “vestido floreado, con poco escote”, y un maquillaje “natural que dulcifica sus rasgos” (cap. 9; el subrayado es mío). Y, al siguiente, con “un vestido negro, de cuero, muy corto y bastante escotado, que muestra sus piernas y su pecho más allá de lo decoroso” (cap. 21; el subrayado es mío), tanto así que se la comparará explícitamente en dos ocasiones con una mujer prostituida y ella se lo tomará casi como un cumplido (yo no describiría a la chica de la foto como «poco decorosa», pero el vestido lo imagino más o menos así). Es entonces cuando “Orduño se decide, por fin, a hablar con Reyes para preguntarle lo que quizá todos quieren saber” y que es, de nuevo, por qué se viste “así”. Su respuesta: “¿Has oído hablar del gender fluid [sic], el género fluido?” (cap. 22). Y, como él le dice que no, le sugiere que lo busque en Internet.

Hasta ahí, vale: un personaje poco convencional, como también, de otro modo, lo son Elena Blanco, la inspectora y protagonista de las tres novelas, o la «hacker sexagenaria» Mariajo. Pero el tema vuelve a surgir, de nuevo en conversaciones con Orduño. En una, Reyes le aclara que:

[N]o es solo la ropa o el maquillaje. También mi actitud cambia. A veces me siento mujer y a veces hombre. No tengo definida mi identidad sexual. [….] A veces cambio de un minuto a otro.

Cap. 28; el subrayado es mío.

Francamente, si no quedara claro por las explicaciones que la autora pretende reivindicar la fluidez de género (me canso de tanto anglicismo), parecería una parodia. (Por otro lado, yo pensaba que era la identidad de género, y no la identidad sexual, la que reivindica la teoría transgénero… Empiezo a hacerme un lío.) ¿Cambiar de un minuto a otro? ¿La identidad sexual o de género como una simple «actitud», como un mero estado de ánimo? Y se me ocurre una pregunta malvada: ¿Qué pasa el día en que se viste de hombre y a media tarde, por ejemplo, se siente mujer? ¿Va a casa y se cambia? En este trabajo al menos no va a tener tiempo para hacerlo.

En otro momento, le da un puñetazo bien dado (y merecido) a un tipo y Orduño le dice: “Menos mal que en ese momento te sentías hombre”, a lo que ella replica: “Ah, no, en esos momentos me sentía mujer” (cap. 45). ¡Menos mal, porque hasta este momento los roles de género del personaje eran absolutamente estereotípicos! Aun así, no deja de ser todo muy superficial. Y, personalmente, yo no he conseguido discernir qué significa para el personaje sentirse hombre o mujer, más allá de las preferencias en el vestir.

Pero hay más: muy cerca del desenlace, cuando lo único que le interesa al público lector es la detención de el o los culpables (ya dije que no destriparía la trama), hay dos escenas bastante fuera de lugar:

1) Orduño visita a su novia en la cárcel porque está muy afectado por el caso. Le cuenta lo sucedido y, de repente, le pregunta: “Sabes lo que es el gender fluid [sic]?” Y por supuesto que su novia sí lo sabe y, cuando él le dice que lo que tiene Reyes es “un lío que no se aclara”, ella le contesta desdeñosamente: “Típica opinión de varón blanco heterosexual” (cap. 60). Es decir, quienes no lo entendemos (me incluyo) somos forzosamente machistas, racistas y homófob@s. (Y, de paso, me pregunto: ¿qué tendrá que ver la raza?) Llama también la atención esta escena porque Marina era un personaje importante en La Red Púrpura, la segunda novela de la trilogía, y aquí su única función parece ser la de reivindicar la fluidez de género.

2) Hay casi un capítulo entero (el 65) en el que Reyes rememora lo marginada que se sintió de niña porque no encajaba en ninguna “definición” y cómo sólo encontró su sitio cuando descubrió, a través de una amiga, el concepto de gender-fluid. Si esto hubiese surgido en mitad de la novela, no parecería tan metido “con calzador”; aquí, sí. Además, aunque la narradora es omnisciente, salvo en el caso de Elena sólo se adentra en la “cabeza” de los personajes (biografía, emociones, etc.) cuando ello tiene que ver con la trama (Orduño en la segunda novela; Zárate en ésta). Y la infancia y adolescencia de Reyes no pintan nada aquí.

Considero perfectamente legítimo ―y podría resultar incluso interesante― escribir una novela sobre un personaje no binario (¿o debería decir no binarie?) y explicar, desde él/ella, lo que eso significa. Pero en el caso de La Nena, tal como se va presentando ―y, sobre todo, explicando― el personaje de Reyes, parece más que nada un intento (en mi opinión fallido) de subirse al carro de la que parece la nueva moda en términos de género.

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