«O sabor das margaridas» (T1): Un alegato demoledor contra el sistema prostituyente

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 07-05-2021)


🌐 Preámbulo: Empecé a escribir esta entrada hace unas semanas, después de rever (sí, yo reveo películas y series del mismo modo que releo libros) la Temporada 1 y antes de ver la recién estrenada Temporada 2. La decepción con ésta fue tan grande que llegué a dudar de mi valoración de la primera y decidí no terminar mi análisis. Sin embargo, tras leer este breve artículo de BarbiJaputa que ensalza la serie, y que concuerda con mi opinión de que «el corte abolicionista es claro«, he cambiado de idea. Eso sí: limitándome a la T1, pues, al contrario que a ella, la T2 me parece absolutamente fallida a todos los niveles: el guión resulta inverosímil desde el principio (a excepción del hecho, nada sorprendente, de que los puteros importantes desenmascarados al final de la T1 hayan quedado impunes), las interpretaciones ―por ello mismo― son mediocres, hay sobreabundancia de paisajes espectaculares que no aportan nada al conjunto e incluso detecto cierta recreación en la misma violencia que se propone denunciar. 🌐

En entradas anteriores he analizado obras literarias y audiovisuales, todas casualmente de género policíaco, en las que el mensaje ideológico estaba, bien «metido con calzador» (La Nena de Carmen Mola), bien demasiado «discurseado» (Más que cuerpos de Susana Martín Gijón), o bien presentado de manera contraproducente (la serie brasileña Bom dia, Verônica). Hoy, en cambio, quiero hablar de una serie gallega, O sabor das margaridas, dirigida por Miguel Conde, en cuya primera temporada (2018) el «mensaje» ideológico abolicionista se presenta sin chirridos y sin fisuras. (Intentaré ilustrarlo sin destriparla del todo.)

O sabor das margaridas contiene todos los ingredientes propios de una buena serie policíaca: diversos sospechosos (masculino literal, pues las desaparecidas/asesinadas son mujeres jóvenes), pistas falsas, vueltas de tuerca y sorpresas de última hora, todo muy bien dosificado, con algunas estupendas interpretaciones y escenarios sencillos típicos de un pequeño pueblo gallego. Llama también la atención que los personajes principales son bastante «redondos», sin el maniqueísmo («buenos y malos») que tanto abunda en este género.

El argumento no resulta en principio demasiado original: Rosa Vargas, una teniente de la Guardia Civil de A Coruña llega al pequeño pueblo de Murías para investigar la desaparición de una joven, Marta Labrada, y pronto descubrirá que al menos once mujeres han sido asesinadas en los últimos diez años, así como la relación de algunas de ellas con el puticlub Pétalos. Y esto da pie a un análisis demoledor del sistema prostituyente en su conjunto.

En una serie donde «nada es lo que parece», lo único que sí es lo que parece es la explotación que sufren las mujeres prostituidas, tanto las que son víctimas de trata como las que (oficialmente) no lo son. Al contrario que en otras series o películas donde se retrata la prostitución, ésta no es glamurizada en ningún momento. El final del primer episodio da la impresión de que irá por ese derrotero, cuando vemos una habitación decorada al estilo puticlub, pero limpia y ordenada, y a una joven muy sensual. Sin embargo, el hecho de que el putero (me niego a llamarlo cliente) que le asignan sea un tipo muy «raro» (sólo quiere «mirar», dice, y tiene pinta de psicópata) y la luz rojiza que ilumina la secuencia desmontan esa primera impresión. Y, en episodios posteriores, cada vez que la vemos, en silencio total ante este tipo (marido y padre de familia siempre pulcramente vestido con traje y corbata), se halla temblando literalmente de miedo, pues él le venda los ojos y le recorre el cuerpo, casi sin tocarlo, con un cuchillo. Estas escenas (a una por episodio) son heladoras, sobre todo por el contraste entre la elegancia hierática de la mujer (no llegamos a saber su nombre) y la mirada y los gestos pervertidos del putero.

De hecho, percibimos una dualidad similar desde los títulos de crédito, que muestran, entre objetos del mundo policial, imágenes desdobladas de fragmentos de cuerpos femeninos en poses sensuales y objetos fetiche de los puteros (como unos altísimos zapatos rojos con lentejuelas), todas ellas atravesadas por unas cuerdas rojas (las mismas utilizadas por Rosa para esquematizar la investigación en una pared de la comisaría) que metaforizan claramente el encarcelamiento físico y psicológico al que se hallan sometidas las mujeres.

En las escenas que se desarrollan en el salón-bar vemos a las mujeres prostituidas en plan sexy, por supuesto, pero su conducta no verbal y sus gestos y comentarios cuando no están a la vista del proxeneta, Vidal, expresan todo lo contrario. Llegamos a conocer un poco de la vida de algunas de ellas: Samanta, que ya sólo se encarga del bar, pero en determinado momento se ve obligada a dejarse violar (no hay otra palabra) por dos niñatos que se burlan porque mantiene una relación «amorosa» con un hombre del pueblo, Xabier; Vivi, una mujer de aspecto aniñado que «vive», valga la paradójica redundancia, con miedo perpetuo y sale llorando de todos sus encuentros con uno de los puteros; y sobre todo Pamela (interpretada por una espléndida Nerea Barros), que se hace pasar por mexicana porque a los puteros les gustan «exóticas», pero es gallega y se llama Ana. En Pamela/Ana (otra dualidad) vemos la transformación física entre el objeto que «seduce» para ser violado (amarga paradoja) y su cuerpo y rostro reales. En el puticlub lleva una peluca pelirroja y es guapa y sensual; cuando está fuera, en cambio, lleva el pelo (negro) despeinado y parece más vieja. Su doble rostro/cuerpo queda también patente en una escena en la que el proxeneta le pide «un servicio»: de pie frente a él o sentada en sus rodillas (él está en una silla de ruedas), se contonea y susurra de manera «lasciva», pero cada vez que se da la vuelta su rostro expresa un profundo terror.

Sin embargo, como ella misma confiesa, no puede escapar de esa vida. Su desolación es tal que, al final de uno de sus encuentros con Rosa (en los que ésta finge ser una «clienta» lesbiana) para intercambiar información, le pregunta si quiere sexo. «No. No es lo mío», le responde Rosa. «Tampoco es lo mío», dice Ana, «pero me parece que lo pasaríamos bien. Y eso no es algo habitual por aquí» (episodio 4; cito por los subtítulos en castellano, porque, habiendo estudiado formalmente portugués, mi dominio del gallego escrito es limitado). Esto sugiere que su trato con los puteros es tan enajenante que, cuando por una vez se siente valorada y capaz de ayudar a alguien, su primer impulso es ofrecer lo único que posee: su cuerpo. (Más tarde veremos que ofrecerá más, mucho más.)

Sin embargo, otras mujeres prostituidas están en una situación todavía peor: las que son llevadas, traficadas y/o menores («Los clientes pagan muy bien por estrenarlas», dice Ana), a las fiestas que «celebran» personalidades importantes, unas fiestas salvajes (sexo en grupo, violaciones simuladas, sadomaso, etc.) en las que en más de una ocasión ha muerto alguna (sólo en la T2 se desvelará exactamente cómo se desarrollan). Pero, ojo, contrariamente a lo que dirían algunos, las del puticlub tampoco están protegidas, pues dos de ellas son asesinadas a lo largo de la trama.

Sólo hay una mujer que ejerce la prostitución «libremente» (libre de la trata y del puticlub), por así decir: Marta Labrada. Sin embargo, no lo hace, como querrían hacernos creer los ―y, lamentablemente, las, que también las hay― «regulacionistas», como un simple «trabajo» análogo al que ya tiene en la gasolinera del pueblo, sino porque confía en que, con el chantaje que les hace a los puteros, podrá sacar a su hermano de la cárcel. Pero de nuevo: el hecho de que la «desaparezcan» no se debe a que vaya por libre, sino a que comete el error de chantajear a una personalidad importante (que hasta la T2 no sabremos quién es, aunque en el fondo da igual).

Cuando todo sale por fin a la luz, uno de los culpables (prometí no destripar) es preguntado: «¿Quién mató a esas chicas?» Y aquí surge el único «discursito» que chirría un poco porque, en mi opinión al menos (pero tal vez no en la del público en general), es innecesario por redundante:

Todos. Todos tenemos alguna parte de culpa. Los que organizan esas fiestas, los que van a ese club, vecinos, compañeros de trabajo, gente con la que te cruzas cada día. ¿Cómo murieron? Un cliente violento pasado de coca, ajustes de cuentas, sobredosis, suicidios… Lo único que importa es que nadie se da cuenta de que faltan. […] Es un negocio que mueve mucha pasta […]. Y no desaparecerá mientras haya clientes y gente sin escrúpulos dispuesta a darles lo que buscan.

(Episodio 6)

A la connivencia del pueblo, por cierto, ya había aludido anteriormente Miguel, un profesor de instituto pedófilo, y uno de los puteros chantajeados por Marta, cuando dice que él evitaba ir al puticlub porque le daba «pudor» encontrarse con los padres de sus alumnas: «Pura hipocresía por parte de todos, sí» (episodio 2). En todo caso, el hecho de que esas mujeres hayan sido asesinadas por «todos», y no por el típico asesino en serie psicópata y solitario de tantísimas obras policíacas, constituye otro de los logros de O sabor das margaridas.

Si lo que vamos conociendo a lo largo de la serie es desolador, el final lo es aún más. Vemos en primer plano un periódico con un gran titular: «A Garda Civil desmartella unha rede de explotación sexual de menores responsable da morte de 11 mulleres». Quien lee el periódico es Vivi, a quien el nuevo proxeneta del puticlub llama para ser violada por un nuevo putero. En resumen: las redes no tienen ―ni tendrán― fin… al menos mientras ese tipo de «clubes» sigan siendo legales… y, como señaló el cómplice citado arriba, mientras siga habiendo depredadores dispuestos a pagar por explotar los cuerpos de las mujeres.

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