La neocensura buenista: Borrado del pasado y blanqueamiento del presente
(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 28-04-2023)
En los últimos tiempos, he ido leyendo con incredulidad cómo diversas obras literarias del pasado están siendo reescritas para eliminar términos y descripciones consideradas «ofensivas» (por cuestiones principalmente de raza y sexo). El proceso comenzó en el ámbito anglosajón, pero también en Francia se reescribirán las traducciones de las novelas de Agatha Christie. Y me parece gravísimo.
🟣 Toda censura es objetable, aunque sólo sea porque se sabe dónde empieza pero no dónde termina. Es decir, se empieza censurando (¿bienintencionadamente?) el racismo y (algunos aspectos de) la misoginia, y se termina censurando toda disidencia. De hecho, este último tipo de censura, la-de-toda-la-vida, no sólo sigue existiendo, sino que parece cobrar más fuerza cada día. En EEUU las listas de libros prohibidos en escuelas y bibliotecas crecen constantemente (tanto así que están surgiendo por todo el país clubes de lectura de libros prohibidos), mientras tanto allí como en nuestra querida Españistán se «cancela» a las feministas que osan cuestionar el mantra gubernamental de que «ser mujer es un sentimiento».
🟣 Si eliminamos (reescribir es eliminar) toda la literatura con contenido misógino, racista, homófobo y/o discapófobo, nos quedamos sin libros, punto. Porque por cada Cervantes hay por lo menos un Lope de Vega, un Quevedo y un Calderón de la Barca; por cada Lorca, un Alberti, un Aleixandre y un Neruda, y así ad infinitum (me he limitado a nombrar a los grandes y, deliberadamente, sólo a hombres).
🟣 Lo que hace falta es educación para que el público lector pueda hacer su propia crítica informada tomando en cuenta el contexto de las obras y, más importante aún, entender cómo se han ido construyendo los imaginarios misóginos, racistas, homófobos y discapáfobos (todavía) imperantes. Porque creo que en el fondo de lo que se trata con esta neocensura es de negar el pasado para maquillar el presente.
🟣Si no conocemos esos imaginarios difundidos por la cultura del pasado (¿en serio pertenece todo eso al pasado?), no podremos combatirlos. Y tampoco podremos valorar en su justa medida a las autoras y autores que los han superado o transgredido. Es porque conozco el misógino «Me gustas cuando callas / porque estás como muerta» de Neruda que puedo valorar el… no diré feminismo, pero sí relativo igualitarismo del «te quiero porque tu boca / sabe gritar rebeldía» de Benedetti. Y es porque conozco el objetualizante «Poesía eres tú» de Bécquer que puedo valorar la transgresión de todas las mujeres poetas que han escrito desde su subjetividad y su deseo.
Hasta ahora, los casos más sonados de esta neocensura buenista han sido los de Roald Dahl, a quien confieso que nunca leí (aunque de pequeña vi la película Willy Wonka and the Chocolate Factory [1971], basada en su novela Charlie and the Chocolate Factory [1964]), y Agatha Christie, a quien leí íntegramente en mi juventud (los vuelos directos Madrid-Los Ángeles y viceversa de entonces daban para mucha lectura de evasión).
En el caso de Christie, parece ser que se están eliminando básicamente los elementos racistas: se elimina la palabra oriental, se cambia nativ@ por local y se elimina la etnia de un sirviente negro. Agatha Christie era hija del Imperio Británico de su tiempo y, como tal, reflejaba los prejuicios de su raza/clase… pero también cierta realidad: en determinadas clases sociales y lugares del Imperio los y las sirvientas eran negras/»nativas», punto. Y ésa es una parte de la historia que no debe borrarse, aunque no nos guste… o precisamente porque no nos gusta. Por otra parte, ¿qué sentido tiene censurar el racismo del pasado cuando todavía hoy en Gran Bretaña se utilizan alegemente términos racistas como Paki y, en Francia, otros como Black o beur/beurette?
🌐🌐 Y aquí creo necesaria una digresión, reconozco que muy subjetiva. Si me parece espantoso que en las redes sociales se hable con apabullante frecuencia de paralíticos (este palabro para estar de moda entre determinado colectivo presuntamente progresista) y subnormales, me parece igual de terrible el eufemismo políticamente correcto de diversidad funcional, porque nos invisibiliza por completo a las personas con discapacidad y oculta deliberadamente nuestras dificultades vitales (y, una vez ocultadas, el Estado puede eludir alegremente su obligación de mitigarlas). Para mí, la diversidad funcional consistiría en que unas personas sean diestras, otras zurdas y otras ambidiestras, o en que unas tengan talento para la escritura y otras para la música; no en que algunas tengamos serias limitaciones físicas, intelectuales o mentales. La diversidad cultural, étnica o lingüística es (al menos para mí) inmensamente positiva, algo para fomentar y celebrar. Por eso me espeluzna que se me quiera meter en un póster estilo los Colores Unidos de Benetton… porque esa diversidad que llaman «funcional» no tiene nada de «bonita» y, en un mundo ideal, si la vida fuera justa (pero ya sabemos que no lo es), no existiría y porque, además, nadie la desea para sí ni para sus seres queridos. Tal vez sea útil como autodesignación para niñas y niños que todavía no tienen la capacidad para asumir su situación, pero en la vida adulta, o como heterodesignación para cualquier edad, a mí me resulta francamente perversa. Repito: esto es muy subjetivo, pero el mecanismo «buenista» es el mismo que el de la neocensura objeto de este artículo. 🌐🌐
Volviendo a éste… En el caso de Roald Dahl, las tijeras se han cebado con todo: términos racistas, descripciones físicas aludiendo a la gordura o la calvicie (!), profesiones de los personajes femeninos y un largo etcétera. Para no repetirme demasiado, me limitaré a comentar un aspecto que me ha resultado especialmente llamativo: en Matilda, en lugar de leer a Joseph Conrad (al parecer por «colonialista»), la protagonista lee a Jane Austen. Como saben quienes me conocen, yo soy la primera interesada en visibilizar la literatura de autoría femenina y a ello he dedicado gran parte de mi carrera académica. Sin embargo, en este contexto (y sin conocer la novela, aclaro), me parece más transgresor que una niña lea a Conrad que a Austen: las novelas de Conrad son novelas de aventuras consideradas sólo aptas para hombres. Por tanto, si una niña las lee con fruición, significa que tiene fantasías que rompen con los roles sexuales socialmente impuestos.
No sé si las obras de Dahl y Christie pueden considerarse «clásicas», pero en general a los clásicos (y las pocas clásicas que han pasado al canon) hay que leerlos sí o sí. Y, aunque el caso es un poco distinto por tratarse de adaptaciones escénicas, toda esta situación me recuerda al «podado» al que Lorca sometió las obras de Lope al representarlas con la compañía de teatro La Barraca: eliminar a los reyes y la reina de las tramas, sin modificar nada más, por aquello de que en España se había impuesto la República. Esto lo descubrí gracias a una magnífica tesina de máster que tuve el placer de dirigir en New York University – Madrid en 2009, “Arte, política y teatro al aire libre: La Barraca, Federico García Lorca y sus interpretaciones de Fuenteovejuna y El caballero de Olmedo de Lope de Vega”, de Michael Tolan, y me pareció delirante, sobre todo en el primer caso. Todas conocen la trama de Fuenteovejuna: la gente del pueblo se rebela contra el tiránico comendador y, cuando es interrogada (bajo tortura) para averiguar quién lo mató, todas responden a una: «Fuenteovejuna, señor». Ante ello, el rey Fernando el Católico acaba perdonando al pueblo.
Por supuesto, Lope de Vega era sumamente reaccionario y su intención con esta obra era defender la monarquía absoluta frente al poder de la nobleza, aunque ello supusiera ensalzar una revolución popular. Al borrar a Isabel y Fernando, Lorca borra el poder de la monarquía, pero, como se propuso «no añadir ni una coma» (cito de memoria, porque no tengo copia de la tesina y, hasta donde sé, no está publicada), destroza la obra original. Isabel y Fernando son personajes centrales, que de hecho ocupan gran parte del tercer acto, y sin ellos la obra pierde su unidad literaria y el final queda «colgando». Por otra parte, al eliminar a estos personajes, elimina también las torturas a las que la pareja real somete al pueblo, que Lope presenta como «normales», pero que a cualquier espectadora le parecerían brutales (y, por tanto, servirían para socavar a la monarquía). El propósito de Lorca era mostrar una revolución triunfante sin ninguna autoridad superior que la validase, quizá porque en el fondo menospreciaba al pueblo «poco instruido» ante el que iba a representarla… Porque lo artísticamente razonable habría sido respetar el contenido y explicar a dicho público que, en el contexto de Lope, era necesaria esa «validación» por parte de la monarquía, pero que, aun así, la obra nos enseña que «el pueblo unido jamás será vencido».
¿Cuál es la alternativa, entonces, a las reescrituras buenistas? Como dije al principio, educación para poder contextualizar las obras e incluso ir más allá: reconocer cómo se manifiesta esa ideología, bajo formas aparentemente más «amables», en el arte actual. En el caso de la literatura infantil y juvenil, cuyas lectoras no están todavía formadas, bastaría con breves prólogos explicativos y, para las más pequeñas, la intervención de m/padres y educadoras.
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