Las islas en la literatura: ¿Un subgénero en sí mismo?

(Publicada en el blog de JCruz Servicios Lingüísticos el 27-06-2022)


Durante el siglo XIX y el primer tercio del siglo XX se desarrolló una disciplina denominada «psicología de los pueblos«, según la cual aspectos como la geografía o el clima influyen sobre la psicología individual de quienes habitan una nación o región determinadas. Se trata, por supuesto, de una teoría esencialista y universalizante. Y, sin embargo, no está exenta de fundamento. Está demostrado, por ejemplo, que las zonas con poca luz solar tienen índices más altos de suicidio, aunque a otros niveles ofrezcan una mejor calidad de vida (pienso en los países nórdicos europeos y, dentro de EEUU, en estados como Oregón y Washington). El problema reside en «universalizarlo», puesto que hay habitantes de esas mismas regiones a quienes no afecta la oscuridad o que incluso la disfrutan. En el caso de la geografía, la relación causa-efecto es más difícil de diagnosticar, pero existe al menos un factor geográfico que claramente influye sobre la psicología de (¿gran?) parte de la población: la insularidad.


Los autores de la vanguardia tinerfeña (masculino literal, porque eran todos hombres) analizaron este tema a fondo en su poesía, su prosa literaria y sus ensayos. El que más profundizó en ello fue Pedro García Cabrera, especialmente en el ensayo titulado «El hombre [sic] en función del paisaje» (1930). Y todo lo que plantearon hace casi cien años (1927-1936 son las fechas que enmarcan el movimiento) sigue totalmente vigente: así viví yo esa Isla perdida en mitad del Atlántico, el mare tenebrarum del mundo clásico, durante mi última estancia. Lo único que ha cambiado es que existe menos autoconsciencia entre la población, tal vez porque se piensa que cambia algo el hecho de estar a dos horas y media de Tierra Firme en avión en lugar de a tres o cuatro días en barco, como entonces (y no: la dificultad para «escapar» es la misma, pues el avión es más caro, más inaccesible y más incómodo que el coche, el tren o el autobús)1.

Por todo esto, yo construí mi novela Todas las islas la Isla (de la que he hablado ya en otras entradas, como ésta y ésta) en diálogo intertextual con esos autores y con su mito de referencia, Ulises, como hilo conductor. De ahí el título: Nadia, la narradora-protagonista y mi alter ego confesa, comprende que ésa, su Isla innominada, es un compendio de todas las islas monstruosas de la Odisea, con sus sirenas y Calypsos seductoras, sus Circes, sus Polifemos y sus bebedizos lotófagos. Y el cortazariano juego de palabras, una representación metafórica de la circularidad espacio-temporal que impone la insalvable barrera del mar:

[E]l espíritu tiende a sincronizarse con el mar. Pero este azul movible proyectado en el hombre [sic] engendra acción. Y surge esta sed de caminos, este querer andar, tormentoso. [….] Esta acción de espíritu, comunicada al cuerpo, le hace girar como un tíovivo. Y pronto agota el campo reducido de la isla. Después tiene que pasar y repasar sobre el mismo paisaje. Aquí la bifurcación. O la reiteración en lo ya conocido […]. O el desritmo ―disonancia― como consecuencia de la inacción. […] Un desritmo entre hombres [sic] y paisajes desencuaderna la vida del insular.

Pedro García Cabrera, «El hombre en función del paisaje» (1930).

En la novela también hablo de la insularidad como hecho histórico: centenares de islas que a lo largo de los siglos han sido lugares de destierro, cárceles, campos de concentración y leproserías. Entre otras, menciono a:

Alcatraz y la Isla del Diablo, islas-cárcel; Elba y Santa Elena, islas de destierro; San Simón (Galicia) y Saltés (Huelva), leproserías y luego campos de concentración franquistas; Robben (Sudáfrica), leprosería y luego cárcel; Utøya (Noruega), ratonera en la que murieron sesenta y nueve jóvenes a manos de un neonazi; y así ad nauseam.

Todas las islas la Isla (Editorial Círculo Rojo, 2021), pág. 180.

Por todo ello, creo que la insularidad como contingencia y condicionante va más allá de las reflexiones de un puñado de artistas canarios de hace un siglo. Por la misma época, la vanguardia cubana se planteaba reflexiones similares, pese a la enorme diferencia de tamaño entre una isla y las otras… porque, en este caso al menos, el tamaño no importa: importa sólo la sensación opresiva de a-Isla-miento. Pero también va más allá de literaturas concretas: de hecho, creo que el espacio insular constituye un subgénero literario en sí mismohuérfano aún de una teoría que lo analice y desmenuce.

No puede ser casual que una de las primeras obras de la literatura occidental, la Odisea, contenga un inventario de islas monstruosas. Y, aunque poco se sabe del autor (dada su misoginia, asumo que es un hombre), apostaría cualquier cosa a que nació y/o vivió en alguna(s) de las islas griegas. Pero hay muchas más islas distópicas, apocalípticas, monstruosas y/o siniestras en la literatura universal. Bastarán unos pocos ejemplos: Robinson Crusoe (1719) de Daniel DefoeLa isla misteriosa (1875) de Jules VerneLa invención de Morel (1940) de Adolfo Bioy CasaresEl señor de las moscas (1954) de William Golding o, ya que mencioné a Julio Cortázar, su inquietante relato «La isla a mediodía» (1966), casualmente (?) parte del volumen Todos los fuegos el fuego.

También en la literatura española, y fuera del marco temporal de las vanguardias, encontramos La isla y los demonios (1952) de Carmen Laforet, sobre otra isla atlántica (Gran Canaria), y Primera memoria (1959) de Ana María Matute, sobre una de las Baleares. En ambos casos, las protagonistas adolescentes se sienten asfixiadas por el entorno familiar, pero las referencias a la insularidad son tantas que resulta claro que este hecho geográfico contribuye en gran medida a dicha sensación.

Podría contraargumentarse que en la literatura aparecen también islas en las que se ubican la utopía, la riqueza y/o la magia: la, por así decir, original, Utopía (1516) de Tomás MoroLa isla del tesoro (1883) de Robert Louis Stevenson o Peter Pan (1904) de James Barrie. Pero, aparte de que ninguna de ellas es del todo perfecta, la condición de posibilidad de sus características «positivas» es precisamente el estar apartadas (a-isla-das) del resto de la civilización; es decir, su incomunicación… y eso no puede ser positivo.


En mi opinión, la visión idílica de las islas, que todavía muchas personas tienen archivada en su imaginario, está mediatizada por la industria turística (la economía de la mayor parte de las islas de pequeño o mediano tamaño esparcidas a lo largo del mundo depende absolutamente del turismo) y el cine (¿cuántos telefilmes de sobremesa nos hemos tragado sobre paradisíacas islas caribeñas o polinesias?).

Afortunadamente, algo está cambiando en el audiovisual, donde empiezan a mostrarse las islas como lo que son: lugares asfixiantes y siniestros. Volviendo a Canarias, está La isla interior (2008), la última película (y sin duda la mejor) de Dunia Ayaso y Félix Sabroso, que, en una frase, yo resumiría así: «la isla como metáfora de la enfermedad mental, y viceversa«. De hecho, al visionarla tras mi estancia en la Isla vecina (en el visionado original, cuando aún vivía en Madrid e iba a la Isla sólo de visita, no la capté), me sobrecogió una secuencia en la que Coral y Martín, hija e hijo de una familia disfuncional marcada por la (presunta) esquizofrenia del padre, hablan sentad@s sobre la arena de la playa de Las Canteras… ¡de espaldas al mar! Esa secuencia demuestra claramente que lo que en el fondo les impide escapar de sus roles disfuncionales es el mar, tal como lo describiera muchos años antes el poeta tinerfeño Emeterio Gutiérrez Albelo:

Para salir de la mansión horrenda,

había, fatalmente, que cruzar

sobre una alfombra azul de ratas muertas.

Enigma del invitado (1936).

También en el audiovisual gallego comienzan a cobrar protagonismo las pequeñas islas que salpican la costa: las películas La isla de las mentiras (2020) de Paula Cons y Ons (2020) de Alfonso Zarauza, o la serie Néboa (también de 2020, obra de varios creadores y directores, todos hombres). Son islas muy distintas a las canarias (más asfixiantes por más pequeñas, pero, a la vez, menos, por su cercanía a Tierra Firme) y, sin embargo, la atmósfera opresiva es la misma. Y en Néboa llama poderosamente la atención que, cuando un habitante concita las antipatías del resto (merecidamente, todo hay que decirlo), se le insulta al grito de «¡Vete de la isla!», en lo que constituye una especie de destierro a la inversa. En cualquier pueblo pequeño, la reacción sería similar, pero, tratándose de Tierra Firme, bastaría con irse a otro pueblo cercano; en este caso, en cambio, es preciso abandonar el territorio mismo. 

Cierro este somero análisis invitando a quienes me lean a aportar sus propias experiencias y teorías sobre la vivencia y las representaciones artísticas de la insularidad.

Nota:

1 También ha calado muy hondo la idea de que «Ya semos europeos» (cita textual de Els Joglars de allá por los «felices años 90»), por lo que también se pasa por alto que las islas siguen siendo tratadas como colonias («europeas»… ejem, a dos mil kilómetros de las costas españolas).

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